Abraham y ángel

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Caprichosa y antojadiza, la posteridad es un azar a golpe de dados. Nada asegura su ingreso
que no sea la suerte. No basta ser artista reconocido para inscribirse en esa mortal inmortalidad
que es la posteridad porque la inmortalidad es también mortal. La posteridad es una existencia
vicaria en un recuerdo colectivo siempre amenazado por el olvido. Sin embargo, hay
circunstancias favorables a ese ingreso en la memoria que no se asocian necesariamente con la
calidad de la obra de un autor aunque a veces opera de rampa para que ese autor ingrese en la
posteridad. El escritor precoz que deserta de las letras para traficar armas en África o el joven
pintor que en un arrebato se vuela la tapa de los sesos. En ocasiones la valoración de ese autor
reside en lo que pudo haber hecho y no en lo que hizo. No es la obra misma la que sitúa al
artista en el peldaño de la posteridad, sino la muerte imprevista que arrebató un talento o eso
se dice. La muerte pronta otorga un boleto a la memoria que quizás la obra no hubiera
expedido de haber vivido el autor más tiempo. Ese recuerdo es una reacción inmediata de
amigos y compañeros del difunto frente a la muerte, pero no frente a la obra. Cuando muere
un autor tempranamente los lugares comunes se suceden: “prometía mucho”, “tenía oficio a
pesar de la edad”, “un talento en bruto que comenzaba a pulirse”. Estas expresiones no son
causa de la posteridad del artista, pero la justifican y esa justificación se adopta como causa. Es
la muerte precoz, esa muerte que llega como ladrón en la noche, la verdadera motivación para
asaltar la posteridad que asegura la pervivencia que hurtó la vida.

Abraham Ángel (1905-1924), originario de El Oro, Estado de México, pertenece a este
grupo de artistas que murió sin haber vivido, cuya obra nunca fue a pesar de haber sido en
unas cuantas pinturas. Legado suficiente para que se hayan escrito numerosas páginas a
propósito de una estética como pretexto para indagar en los amoríos del autor en que parece
que reside una parte del interés. Dentro de la agitada existencia de Abraham Ángel, la relación
con el pintor Manuel Rodríguez Lozano (1891-1971) fue decisiva. Ejerce de maestro para que
el artista adolescente depure la primera influencia de Best Maugard, pero sobre todo lo
convierte en su amante. Esta relación lo introduce en el incipiente núcleo de artistas
revolucionarios integrado por José Clemente Orozco, Fermín Revueltas, Diego Rivera, David
Alfaro Siqueiros. Abraham Ángel, también interesado en al arte naïf, pintó dos decenas de
cuadros, sobresalen retratos y paisajes entre los que se encuentran Concepción (1921), La
bañadora (1922), Retrato de Manuel Rodríguez Lozano (1922), Tepito (1923), La mesera (1923), Retrato de Hugo Tighman (1924).

Abraham Ángel murió el 27 de octubre de 1924 en la Ciudad de México a causa de una
sobredosis de cocaína. El aparente suicidio se produce después de su ruptura con Rodríguez
Lozano. Su vida ha sido comparada con la de Rimbaud lo que se antoja fuera de proporción.
El poeta de Une saison en enfer revolucionó la poesía mientras la pintura de Abraham Ángel
comenzaba a adherirse a la estética revolucionaria impulsada por el muralismo. Un buen pintor
pero todavía no un pintor excelente o inmortal. Las circunstancias de su muerte
conmocionaron a círculos artísticos e intelectuales de México que reaccionaron a favor de su
recuerdo con el pretexto de su pintura. La muerte y no la pintura le entregó ese boleto siempre
fortuito a la posteridad.

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