La originalidad creativa acostumbra a situarse en el hallazgo de algo que hasta determinado momento permanecía oculto, o bien porque antes no se hubiera formulado, o bien porque nadie había reparado. No es que no se supiera necesariamente sino que por diferentes circunstancias se presenta como novedad sin que lo sea en absoluto. Pero tampoco el encuentro de lo escondido agota el sentido de lo original. En ocasiones se atribuye a una perspectiva novedosa de asuntos ya tratados. El punto de vista dota de originalidad a un motivo que en apariencia carece de toda originalidad. Se antoja que determinada sensibilidad es tan decisiva como ese descubrimiento fortuito. La breve filmografía del director asturiano Samu Fuentes se inscribe en esos paseos de la memoria en que coincide lo vivido apenas y lo mucho leído y mirado. Dos son sus películas: el drama Bajo la piel de lobo (2017) y el documental Los últimos pastores (2024). Recupera el recuerdo de la existencia áspera y agreste en los Pirineos y los Picos de Europa, enclaves en que reducidos pueblos de iglesias con espadañas, casas de piedra y molinos salpican valles y hondonadas, aislados durante el inclemente invierno en que la nieve amenaza con avalanchas y aludes carreteras y caminos. Aldeas que en la actualidad están sumergidas en pantanos y embalses construidos mediada la posguerra, muchos abandonados entonces o con una decena de vecinos ancianos. Fuentes repara en ese pasado olvidado pero todavía presente en ruinas despobladas como cicatrices, surcos y arrugas del rostro del paisaje.
Bajo la piel de lobo es su ópera prima, tras una larga trayectoria como asistente de director. Concentra las obsesiones que asoman años después en otro formato. El hombre en medio de la naturaleza, sin que sea extraño a ese entorno, sino un elemento más que sobrevive con trabajo y esfuerzo. Martinón, el protagonista, es un trampero o un alimañero establecido en Auzal, único habitante del pueblo ubicado a las puertas del valle de Ordesa, en el pirineo de Huesca. Dos veces al año, a inicios de primavera y finales de verano, desciende a los valles para comerciar con las pieles que ha conseguido durante el otoño y el invierno. Demora la cámara en escenas de caza y encuentros con lobos a los que se equipara Martinón. Montaña, fauna y flora acaparan la atención del director por encima del pretexto dramático. Recientemente, Samu Fuentes ha estrenado Los últimos pastores, documental rodado durante doce meses en los Picos de Europa. El metraje exhibe la vida cotidiana de los hermanos Mier, pastores de oficio, cuyo padre ejerció de alimañero como Martinón en Bajo la piel de lobo. Unas palabras de Fuentes muestran quizás el verdadero motivo del documental: “Me llamó la atención lo humildes, lo generosos y lo felices que son en soledad”. En realidad, esa soledad es una soledad con reticencias. Los Mier no están solos, a no ser que la soledad sea en exclusiva la ausencia de compañía humana. Los hermanos forman parte del entorno natural como cualquier otro accidente y ser vivo, pero su manera de hacerse presente en medio de la naturaleza se pierde sin remedio porque no hay relevo en la juventud. No sólo se deteriora el trabajo de pastor, sino algo más decisivo, la naturalidad de la relación del pastor con el medio. La cinta transcurre entre escasas y sobrias conversaciones que descubren que la ansiedad, la soledad o la incomunicación son problemas que no afectan a los últimos pastores.
Samu Fuentes pertenece a esos artistas que tienden su mirada alrededor, dejándola vagar no para extraviarla sino para recobrarla. Explora una realidad cada vez menos inmediata, pero a la vista de todos aunque sólo unos pocos le presten atención. No es excepción, el interés que impulsa sus películas pueden situarse al lado de La Lluvia amarilla (1988) de Julio Llamazares, el documental El sol del membrillo (1992) de Víctor Erice y la película As bestas (2022) de Rodrigo Sorogoyen.