Layes habilitantes y autoritarismo

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En ocasiones hay circunstancias que amenazan o amenazan en apariencia al conjunto de una nación. Con frecuencia, esos contextos se resuelven otorgando al presidente o primer ministro más facultades para ejercer el poder destinado a contrarrestar esos riesgos. No falta quien, una vez pasa el peligro, no regresa ese poder episódico asumiendo un autoritarismo injustificado. En la década previa al estallido de la Segunda Guerra Mundial, se reforzaron las atribuciones de los responsables políticos casi sin excepción descontando a quienes ya operaban abiertamente como dictadores simulando obedecer a indicaciones del respectivo parlamento. Los pensadores políticos buscaron fórmulas para que esa cesión de poder no se considerara una arbitrariedad o una puerta franca a la dictadura aunque era arbitraria y puerta franca para la dictadura. La teoría política optó por un juego de apariencias debidamente orientado al ejercicio autoritario pero disfrazado de deliberación democrática. La estrategia no era apoderarse de facultades extraordinarias, sino apoderarse de facultades extraordinarias pretextando circunstancias extraordinarias que justificaban esa apropiación. La promulgación de leyes aprobadas por el congreso dotaba de legitimidad democrática lo que era estrategia para abolir la democracia. Ese periodo de preguerra fue inseparable del auge de los autoritarismos, de fervor por gobiernos unipersonales, de devoción por individuos que acaparaban el poder sin compartirlo. Una efervescencia del culto al líder sin reparar en el menoscabo de las libertades, una excitación causada por discursos de odio, una falsa seguridad que otorga el puño de hierro.

El pensamiento del alemán Carl Schmitt (1888-1985) contribuyó decisivamente a reglamentar el traspaso del poder que residía en el pueblo a un sujeto como Adolf Hitler. Adversario del parlamentarismo y cosmopolitismo liberales, sus críticas levantaron una teoría sustentada en el nacionalismo y el autoritarismo. Schmitt considera la “acción política” como “decisión”, cuyo objeto es la producción de un mito que sólo resulta de la guerra. Pero la “decisión” no la puede tomar el Estado puesto que una democracia se constituye a partir de una pluralidad. Por tanto, si el Estado no representa el monopolio de la política, necesariamente ese monopolio debe de recaer en un individuo por lo que propone la dictadura como forma de gobierno. La consecuencia de esta reflexión es la ley habilitante del 24 de marzo de 1933 aprobada por el Reichstag que cedió el poder legislativo a Hitler eliminando la separación de poderes. La ley habilitante se adoptó como el instrumento jurídico que permitió el tránsito del parlamentarismo al nazismo.

En la actualidad, la simulación se ha refinado y la ambición se reviste de servicio al pueblo. Las críticas al poder judicial se presentan como libertad de expresión y el llamado a obtener mayoría calificada en el congreso y en el senado como voluntad de la nación. El poder se toma por asalto excluyendo a disidentes del debate. El autoritario no gobierna para todos sino para su facción que asegura el ejercicio indefinido del poder a condición de perseguir a la libertad. En una democracia no se justifica la exclusión, ni las críticas frontales a la independencia del poder judicial, ni la abolición del legislativo por la puerta de atrás con la excusa de la mayoría. Ya no se necesitan leyes habilitantes, basta con retorcer los resortes del sistema democrático. La democracia reside en la buena voluntad de políticos y ciudadanos porque siempre se destruye desde adentro.

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