Anclas, áncoras

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Hubo un tiempo en que las embarcaciones ondulaban en océanos y mares. Las naves
adoptaron todo tipo de adelantos que incidían en la mejora de su desempeño siempre limitado
al impulso de los remos o a velas rudimentarias. La navegación se confinó a áreas marítimas
aparentemente domésticas en que el riesgo era asumible. Las cartas esféricas ubican más allá de
las columnas de Heracles y del finis terrae el horror vacui, un vacío ilustrado con océanos batidos
por tempestades habitados por diversidad de monstruos imaginarios. Más allá de lo conocido,
el terror irrumpía como aviso a navegantes formulado en el breve lema Non plus ultra, No más
allá. La amenaza era la muerte, pero una muerte horrorosa. La vela como factor de propulsión
preferente transformó la nevagación al completo, como después sucedió con la revolución del
vapor. Se diseñaron barcos emplumados con velas de todos los tamaños y formas distintivas:
carabela, nao, carraca, galera, galerón, navío, corbeta, goleta, fragata. El vocabulario marino se
especializó y amplió en atención a las partes del barco desde el casco, desde el agua, según el
viento. Pero el léxico asociado con el velamen resultó amplio y sofisticado subrayando su
importancia decisiva: driza, grátil, pujamen, baluma, veleta, mástil, botavara, jarcia, foque, orza,
timón, caña. Las velas vestían los mástiles en que eran infaltables, de proa a popa, trinquete,
palo mayor y mesana.

Paulatinamente, horror vacui se transformó en multitud de conexiones imaginarias entre
continentes, domesticando las sorpresas en forma de tormentas, vendavales y huracanes. A
medida que las embarcaciones proporcionaban mayor seguridad, se redujo la incertidumbre y
el temor del embarque. El mar fue conquistado mediante un asedio que duró siglos. Con todas
las innovaciones adoptadas, hubo un elemento esencial que permaneció casi inalterable: el
ancla o áncora. El artefacto permite que un barco se posicione por agarre en el fondo en un
punto determinado. Mientras la vela impulsó la navegación, los navíos contaban con dos. La
principal, utilizada para fondear en ensenadas y bahías, calas y caletas, aseguraba la
embarcación tras atracar en el muelle asignado. Y otra más llamada ancla de capa, que
permanecía escondida en el buque y cuya función era excepcional, manipulada cuando
arreciaba una tempestad o una tormenta de proporciones mayores, una vez desarbolado y
desgobernado, entregado a los antojos del recio temporal. Entonces se arrojaba por la borda
acompañada de lamentos desesperados, en esos momentos en que la tripulación era consciente
de que ni la pericia ni la experiencia podrían revertir la tragedia.

Esa ancla era un adarme de esperanza, ni siquiera esperanza, más bien esperanza en la
esperanza. La áncora se sumergía acompañada de oraciones, súplicas y rezos de la marinería
sabedora de que las probabilidades de salvación dependían de la improbable fortuna de que
encontrara agarre en el fondo de las aguas. Un vestigio de esperanza cuando la suerte estaba
echada y ese ancla más bien avisaba la muerte inminente. Quizás ese ancla era inopinado
recuerdo de Dios antes que recurso último frente al naufragio.

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