El siglo XX inauguró una estructura que resumía una sensibilidad en busca de expresión condensada y trasparente: la retícula. Vislumbrada en un primer momento por las exploraciones cubistas, pronto fue acogida, antes por su beligerancia frente a la tradición que por sus posibilidades ignoradas entonces. La retícula venía a resolver y compendiar una serie de frustraciones y afanes que hacían de la estética del silencio un asunto preferente, una propuesta que no rehuía sino, al contrario, alentaba una encendida polémica con la literatura y, en particular, con el relato. La retícula se ha mostrado como un recurso en particular redituable en términos de economía plástica. Si en el espacio resuelve de manera indiscutible la autonomía del arte, en el tiempo expresa mejor que cualquier otra propuesta la modernidad a la que obedece. La retícula es aquello que resulta de darle la espalda a la naturaleza o, dicho de otra manera, el resultado de un arte ensimismado. El origen de la retícula hay que situarlo en el arte simbolista, bajo la forma de ventanas; que, a su vez, se remonta al Romanticismo de principios del siglo XIX. En particular, se trata de lo que Rafael Argullol denomina “encuadres de escisión”, un recurso pictórico muy frecuentado durante el Romanticismo: “Estos encuadres de escisión, que indican el desgarro ontológico, el ‘cisma’, como significativamente lo ha llamado John Keats, que atormenta al artista romántico, toman su forma más peculiar en el tema –reiterado en la pintura moderna– de la ‘ventana interiorizada’”.
El antecedente de este recurso se encuentra en la finestra aperta, definida por Leon Battista Alberti en su tratado De pictura (1435), cuyos contenidos permiten descifrar las directrices de la perspectiva central. Escribe Werner Hofmann, “Las partes y el todo”, en La abstracción del paisaje. Del Romanticismo nórdico al expresionismo abstracto: “Ese andamiaje lineal establece una doble relación. De una parte, en el cuadro, ordena los hechos del mundo de la percepción como un continuo tridimensional (una ilusión espacial); de otra, en el mundo, despega ese continuo del más allá y lo pone en relación con el hombre como centro del mundo de la percepción del más acá y como el responsable de la aprehensión visual. La perspectiva refuerza la fórmula con la que Jakob Burckhardt (1818-1897) definía el Renacimiento como ‘descubrimiento del mundo y del hombre’, y le otorga un matiz específico: ¡el descubrimiento del mundo a través del hombre!”. El Quattrocento se interesó de manera preferente por la topografía real y el espacio racionalizado que desarrolló la perspectiva lineal monofocal, inventada por Filippo Brunelleschi para la elaboración a escala de edificios. Pero fue Alberti quien codificó ese hallazgo para pintores. Piero della Francesca compuso, por ejemplo, La flagelación a partir de esos descubrimientos; se trata de un modelo de organización espacial que racionaliza el plano del suelo en forma de una cuadrícula configurada, a su vez, por otras cuadrículas que guardan entre ellas la misma proporción.
Son conformaciones geométricas y lineales que no se encuentran en la naturaleza y que comienzan a incoar esa autonomía del arte. El Quattrocento crea el cubo escénico, ese volumen cuadrangular en el que inscribir, en perspectiva, una escena; el problema es el carácter cerrado del cubo. La verdadera solución fue la ventana que ilumina y airea el oscurecimiento de la escena retratada. Pero, al ejercicio de la pintura le acompañó la reflexión, como la de Uccello, Leonardo o Durero. Lo interesante es que la retícula se opone a su origen, que reside en la cuadrícula. Si la cuadrícula necesita de la perspectiva donde la realidad y su representación se envolvían hasta confundirse en el mismo y único plano, la retícula, por el contrario, se opone a esa relación. La retícula lo único que exhibe es la extensión de la pintura misma, nada más, pero también nada menos.