Hace pocos días, en Oslo, Noruega, resonó un relato desgarrador sobre la demolición sistemática de la democracia en Venezuela. El discurso de María Corina Machado, leído por su hija al recibir el Premio Nobel de la Paz, no fue un simple testimonio de represión; fue un alegato ético e histórico sobre la lenta, pero constante destrucción de un orden constitucional que alguna vez fue plural.
Machado describió cómo un régimen autoritario desmanteló las instituciones democráticas paso a paso, hasta convertir el sufragio, las libertades fundamentales y el imperio de la ley en meras formalidades sin sustancia real. La narrativa no sólo describe el derrocamiento de una democracia, sino que revela toda la secuencia de tácticas para lograrlo: captura institucional, deslegitimación de la oposición, persecución política, exclusión electoral, control comunicacional.
La fuerza del relato radica en su universalidad: no es sólo la historia de Venezuela, es una advertencia sobre cómo se fragiliza la libertad mediante pasos discretos, algunos incluso con cierta apariencia de legitimidad, pero que juntos engendran un régimen profundamente antidemocrático.
El mensaje nos obliga a mirar hacia nuestra propia casa. Nos apremia a vernos en ese espejo. El reflejo es nítido.
En México, aunque nuestras instituciones no han llegado al extremo de una dictadura abierta, ciertas dinámicas revelan paralelismos inquietantes con la trayectoria retratada por Machado. No como réplica exacta porque claro, cada país es diferente, pero sí como sucedáneo equivalente. Los hilos conductores, los comunes denominadores están ahí: el discurso de polarización social, la eliminación de organismos autónomos, la concentración de poder, la cancelación del contrapeso judicial, la descalificación sistemática de la oposición, la asociación corrupta con el ejército -y con la mafia-, la captura del sistema electoral, son patrones identificables que han erosionado nuestra esfera pública, tal como en su momento ocurrió en Venezuela cuando todos allá decían: “no, Venezuela nunca será como Cuba, nuestra historia democrática e instituciones nunca lo permitirán”.
Sin embargo, el chavismo se dedicó a desmantelar las instituciones y menoscabar la democracia. En México, los pasos también van en esa ruta… y también se dice que nunca seremos Venezuela. Ojalá, pero cuidado.
El caso venezolano no es una anomalía distante: es un espejo que refleja lo que puede ocurrir cuando la vigilancia democrática se adormece.
El desmantelamiento de la democracia no ocurre en el fragor de un golpe de Estado, no transcurre de la noche a la mañana, sino en la penumbra de una transformación que se justifica como legítima voluntad mayoritaria. Pero lo cierto es que hoy Venezuela es una dictadura pura y dura, construida por un régimen que en su momento contó con legítima mayoría, pero que ahora no deja el poder aun perdiendo estrepitosamente ese respaldo, como ocurrió en la más reciente elección.
La diferencia, podría decirse, es una cuestión de velocidad y de grado. En Venezuela, la contracción democrática fue lenta pero patente: se produjo a lo largo de 25 años de prohibiciones, encarcelamientos, inhabilitaciones y fraude electoral. En México, el proceso ha sido incremental y revestido de legalidad formal, pero más acelerado, en apenas 7 años, los paralelismos con Venezuela son incontestables.
Así, el discurso de Machado ofrece no sólo una crónica sino un marco de reflexión crítico para los mexicanos. Su mensaje central -que la democracia no se da por sentada, sino que se defiende cada día mediante instituciones robustas, sociedad civil activa y pluralismo político real- es un recordatorio duro pero oportuno.
El hecho de que Machado haya tenido que habitar la clandestinidad y enviar a su hija para leer su discurso -mientras planeaba su arriesgada escapatoria de Venezuela- ilustra la conclusión inevitable de cualquier sistema que concentre poder sin límites: los actores políticos de oposición dejan de ser competidores legítimos para convertirse en amenazas a neutralizar. Ese escenario, por fortuna, aun no se replica plenamente en México. Pero el riesgo es palpable y no se debe subestimar.
Al final, el Nobel otorgado a Machado es una advertencia y una inspiración. Advertencia de que los procesos de erosión democrática son graduales, seductores incluso, pero indefectiblemente terminan negando la libertad y violando los derechos. Y es inspiración porque muestra que la sociedad civil, la resiliencia política y la defensa de las libertades pueden ofrecer una resistencia efectiva.


