No es el candidato, no es el partido, no es el spot de televisión. Hoy, el verdadero operador político se llama algoritmo. Vive en TikTok, en YouTube, en X. No pide votos, pero decide qué ves, qué piensas, a quién escuchas y de quién desconfías. Y lo más inquietante: no le rendimos cuentas.
Durante años, el debate público se organizaba desde los medios tradicionales y los partidos. Pero ahora, las plataformas digitales dictan la conversación, no con discursos ni ruedas de prensa, sino con scrolls, likes y contenido que, aunque parezca inocente o banal, va moldeando nuestras creencias.
El algoritmo no tiene ideología, pero sí un sesgo: el de tu atención. No le importa la verdad, la ética o el impacto social. Solo mide qué te detiene tres segundos más frente a la pantalla. Si eso es un video de conspiración política, una fake news o una edición manipulada, da igual. Lo importante es que te quedes.
Y esto tiene consecuencias. En la reciente elección presidencial en México, vimos cómo ciertos temas explotaron no por ser relevantes, sino porque eran virales. Un TikTok con una frase fuera de contexto puede dañar más que una campaña negativa orquestada. Lo mismo ocurre con temas internacionales: el conflicto en Gaza, las elecciones europeas o incluso el G7 aparecen en nuestras redes no según su importancia geopolítica, sino según su potencial de generar interacción.
¿Quién gana entonces? Gana quien entiende las reglas del juego: crear contenido que el algoritmo premie, aunque no aporte nada. Por eso hay influencers que construyen carreras políticas y políticos que se comportan como influencers. La recompensa no está en convencer, sino en volverse tendencia.
Lo preocupante es que creemos que estamos informados porque consumimos mucho. Pero el exceso de contenido no es sinónimo de profundidad. Vivimos en una simulación informativa donde sentimos que sabemos de todo, cuando en realidad solo vemos versiones distorsionadas de lo que ya creemos.
Hoy, más que nunca, la ciudadanía necesita alfabetización digital. No solo para usar las plataformas, sino para entenderlas, cuestionarlas y, sobre todo, resistir su poder. Porque si no somos conscientes de que el algoritmo ya nos gobierna, entonces tal vez ya no estemos votando por candidatos, sino por líneas de código.