La vigilancia supermasiva que viene

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El gobierno federal está impulsando en el Congreso de la Unión un paquete de dos reformas en materia de seguridad pública, cuyo propósito es armonizar el marco legal con la reciente modificación al artículo 21 constitucional, del pasado 1 de enero.

Apenas tres meses antes, ese mismo artículo ya había sido intervenido para formalizar la adscripción de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional, aunque manteniéndola como una corporación policiaca. Con ello, la seguridad pública quedó militarizada de una forma tan abiertamente conservadora y derechista que haría sonrojar a la mismísima Margaret Thatcher.

Pues bien, en esta nueva reforma, se facultó a la Guardia Nacional para participar en tareas de investigación de delitos, supuestamente bajo la conducción del Ministerio Público. Sin embargo, ahora que la Guardia pertenece formalmente al Ejército, resulta ingenuo pensar que los fiscales tendrán un control real sobre sus operaciones. Lo que realmente se ha abierto es la posibilidad de que los militares asuman directamente funciones de persecución del delito, lo que constituye un retroceso grave en términos de seguridad y derechos humanos.

Pero la reforma trajo consigo otro cambio relevante: en el penúltimo párrafo del artículo 21 se creó el Sistema Nacional de Inteligencia en Materia de Seguridad Pública, a cargo del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.

El paquete de reformas que actualmente se discute en la Cámara de Diputados busca, en teoría, ajustar la legislación a estas disposiciones constitucionales. Sin embargo, al analizar los detalles, emerge una preocupación aún mayor: el avance hacia un modelo de vigilancia supermasiva sin precedentes.

El Secretariado Ejecutivo no solo centralizará la información de todas las corporaciones de seguridad—policiales, ministeriales y penitenciarias—de la Federación, los Estados y los Municipios (que estarán obligados a entregarla), sino que también podrá acceder a bases de datos en posesión de particulares mediante convenios.

La primera pregunta que surge es obvia: ¿qué pasa con la protección de datos personales? La Ley Federal de Protección de Datos Personales en Posesión de los Particulares prohíbe la entrega de información privada sin el consentimiento de su titular. ¿Cómo es posible, entonces, que mediante un simple convenio puedan burlar este derecho fundamental a la privacidad?

Además, se revive el Padrón Nacional de Usuarios de Telefonía Móvil (PANAUT), con la intención de que todas las personas con un teléfono celular queden inscritas y plenamente identificadas mediante su RFC, credencial de elector, CURP, entre otros datos personales sensibles. Este mismo intento fue impulsado por López Obrador en 2021, pero la Suprema Corte lo declaró inconstitucional a petición del INAI, precisamente porque no garantizaba la protección de los datos personales ni demostraba su utilidad real para la seguridad pública.

Ahora, este mecanismo de control se reactiva en un contexto aún más preocupante: el INAI está prácticamente disuelto y el Poder Judicial enfrenta un asedio político que pronto lo colonizará con incondicionales del régimen.

Por supuesto, no existe garantía alguna de que este aparato de inteligencia no será utilizado contra opositores, activistas, periodistas o cualquier persona incómoda para el poder, como ya ha sucedido—y, me temo, sigue sucediendo—con el uso del sistema de espionaje Pegasus.

La vigilancia masiva que se avecina podría alcanzar niveles tan distópicos como los imaginados por George Orwell en su novela «1984», en la que el omnipresente Big Brother observaba cada movimiento de los ciudadanos. Algunos dirán que «el que nada debe, nada teme», como si no tener secretos justificara la renuncia a la privacidad. Pero esta lógica ignora las profundas implicaciones políticas y sociales de un sistema de vigilancia total. Jeremy Bentham, en su teoría del Panóptico, advertía que las personas modifican su comportamiento «voluntariamente» por miedo a ser castigadas. Michel Foucault, en “Vigilar y Castigar”, fue aún más lejos al señalar que quien se sabe vigilado termina asumiendo las restricciones del poder y convirtiéndose en el principio de su propia sujeción.

En última instancia, lo que está en juego no es solo la privacidad. Es la libertad misma.

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