No hace tanto o quizás sí, la correspondencia epistolar era vehículo preferente para estrechar distancias, afianzar amistades, encender polémicas, propagar noticias. Todo tipo de individuos dedicaba un tiempo a la escritura de cartas. Había quienes lo hacían de manera esporádica; otros, regularmente; no faltaban los que dedicaban un tiempo diario a despachar correspondencia. De un modo u otro, las misivas ocupan un parte no menor de la rutina. La espera del cartero que traía la respuesta a una misiva enviada semanas o meses antes. El cartero era alguien incluso familiar, portador de buenas o malas nuevas, cuya visita se esperaba a diario aunque no siempre llegara a diario con su bolsa de cuero repleta de cartas, ordenadas según las direcciones que trazaban el itinerario de rutina, aglutinadas en ligas de goma de las que sobresalían las más rebeldes o peor acomodadas, con sellos nacionales y extranjeros con sus matasellos preceptivos que invitaban a imaginar aventuras exóticas. La carta misiva era algo doméstico y en las casas solía haber abrecartas de diferentes formas y materiales, aunque casi nunca se utilizaban para abrir los sobres si la ansiedad las recibía. Toda una liturgia rodeaba a la carta: el escritorio sobre el que se redactaba, las dobleces de la hoja según el tipo de carta (familiar, doméstica, oficial, protocolaria, etcétera), el membrete destacado si era el caso con el nombre y apellidos del remitente en el borde izquierdo, las cláusulas de rigor (“Querida Luisa”, “Estimado Señor García”), las despedidas lexicalizadas (“Se despide de usted, atentamente”, “Mis mejores deseos…”). Luego, concluida la redacción, insertarla en el sobre que a su vez, según los casos, llevaba impreso también la información del autor con su domicilio. Finalmente, acercarse a una oficina de correos para depositarla en el buzón previa adquisición y engomada del sello en la esquina izquierda del sobre. Y luego la espera…, la espera de la respuesta en calidad de destinatario que no siempre se cumplimentaba.
En la actualidad, las redes sociales no sólo han transformado la comunicación sino también los mensajes: rápidos, ágiles, directos. Nada que ver con la experiencia de escribir y enviar una carta. Un correo electrónico o un whatsapp no se equiparan con la misiva. Con el olvido de la carta, también se han olvidado extraordinarias reflexiones sobre el género que rescatan su hondura humana. Artemón escribía que la epístola es una conversación con el ausente a través de la escritura (absentium per litteras). Demetrio subrayaba que si bien era una conversación con los ausentes, era algo más que se entrega a alguien como un regalo. Para Erasmo, la epístola es una conversación silenciosa con los amigos. Antonio Pérez dice que “es como decir conversación privada”. El Duque de Sessa prefiere calificarla como “oración mental con los ausentes”. Según John Donne, “la carta acaricia el alma más que los besos”. En opinión de Pope, “es un suave intercambio de alma a alma”. Pedro Salinas se extiende más: “Pero he aquí la carta, que aporta otra suerte de relación: un entenderse sin oírse, un quererse sin tactos, un mirarse sin presencia, en los trasuntos de la persona que llamamos, recuerdo, imagen, alma”.
La carta misiva ya en desuso deparaba una experiencia decisiva que perduró durante siglos. Relegar su práctica es también relegar una parte importante de nuestra tradición literaria, un género con frecuencia asociado con la sinceridad y la confidencia. Con su abandono, no sólo se pierde una significativa parte de nuestra memoria, sino también de nuestra biografía.