La elección judicial del pasado domingo será recordada como uno de los golpes más certeros a la democracia mexicana, en la que el desorden, las anomalías y la perversidad hicieron gala de presencia.
El primer dato que salta a la vista es el de la bajísima participación ciudadana: apenas el 12.9% del padrón electoral acudió a emitir su voto. Es la tasa más baja registrada en una elección federal directa en la historia. A esto habría que agregar la tasa inusitadamente alta de votos nulos que superó el 23% cuando lo normal ronda el 3%. El mensaje de apatía o desconexión es claro: la ciudadanía no entendió, no se sintió convocada, y no confió en el proceso. Resulta paradójico que un ejercicio que prometía acercar la justicia a la gente haya terminado por alejarla más. ¿Dónde quedaron los 36 millones de personas que supuestamente habían exigido esta reforma? Solo una de cada tres de ellas acudió a votar.
Casos emblemáticos fueron los de Durango y Veracruz, donde también hubo elección de ayuntamientos. Resulta que la participación para los municipios fue de 45% y 50% respectivamente, pero en ambos casos, la participación en la elección judicial no llegó al 20%, lo que significa que, incluso más de la mitad de la gente que ya se había tomado la molestia de acudir a la casilla, no quiso pasar a la siguiente mesa de esta a emitir su voto en la elección judicial.
El segundo dato -y uno que debería escandalizarnos- es el costo por voto efectivo. De acuerdo con cifras difundidas por Latinus, esta elección judicial tuvo un costo de 550 pesos por cada elector que acudió a votar, mientras que, en las elecciones federales de 2024, donde se eligió a la Presidencia y al Congreso de la Unión, el costo fue de 150 pesos por votante. Es decir, la elección judicial fue casi cuatro veces más cara por voto emitido. En un país donde miles de comunidades carecen de servicios esenciales, gastar recursos públicos en una elección con resultados tan precarios en términos de legitimidad resulta francamente irresponsable.
La mayoría de los cargos, en especial los de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, fueron ganados por personajes alineados con el oficialismo. Los perfiles triunfadores no sorprendieron a nadie, y la competencia estuvo muy lejos de ser abierta, equitativa o técnicamente sólida. De hecho, se reportaron numerosos casos de candidatos sin experiencia judicial, sin carrera previa en el servicio público, sin solvencia académica, e incluso con antecedentes riesgosos.
Por si fuera poco, el diseño de las boletas generó desconcierto, confusión e inequidad. Eran extensas, confusas y muchas veces obligaban al votante a elegir a determinada persona en concreto. Un caso paradigmático fue el de mi casilla, donde, para la “magistratura mixta”, cada persona debía votar por una mujer entre dos posibles candidatas y, al mismo tiempo, emitir obligatoriamente un voto por el único hombre en la contienda. Como resultado, los sufragios de las mujeres se dividieron entre sí, mientras que el hombre recibía el 100% de los votos. Matemáticamente no había manera de que alguna de las mujeres le ganara al hombre. Un diseño tramposo disfrazado de equidad.
El problema no termina ahí. La 4T distribuyó “acordeones” con los nombres de sus recomendados para incidir en el voto, lo que reprodujo y exacerbó prácticas de clientelismo y voto corporativo con un cinismo nunca visto.
Y esto nos lleva al núcleo del problema: ¿qué se logró con esta elección judicial? Lejos de garantizar una justicia cercana a la gente, el proceso afianzó el control político del sistema judicial.
Todo esto ocurre mientras el verdadero cuello de botella del sistema de justicia -las fiscalías- permanece intocado. Las fiscalías siguen funcionando con estructuras opacas, politizadas y profundamente ineficientes. Más del 90% de los delitos no llegan a resolverse, y menos del 5% de las carpetas de investigación son judicializadas. Es decir, el problema no está tanto en los tribunales como en las fiscalías. Reformar las fiscalías debió haber sido la prioridad, pero se optó por un show electoral que ha costado caro económicamente, y costará más políticamente.
En suma, la elección judicial fue un ejercicio innecesario, confuso y de nula legitimidad democrática, que abrió la puerta del Poder Judicial no a los más idóneos, sino a los más incondicionales. Lejos de fortalecer la independencia judicial, el proceso la ha comprometido mucho más.
Es urgente repensar este modelo antes de que sus consecuencias sean irreversibles.