Vanidad

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A fama y popularidad aspiran los individuos de esta sociedad, operan como fines de la
existencia, estación de término sin importar la edad de llegada. La popularidad es ya un valor
en sí mismo al que se supeditan principios y habilidades. Un valor tautológico que no ofrece
nada que no sea reconocimiento de la popularidad de quien es popular. Un valor que no aporta
nada a nadie que no sea su portador que es lo mismo que un valor que no vale nada. Sin
embargo, adolescentes, jóvenes y maduros se desviven por una fama infame. El término
influencer se antoja significativo. Influyente es quien ejerce de modelo para otros, cuya opinión
se tiene en cuenta a la hora de adoptar decisiones, quien atrae a los demás por sus gustos y
preferencias. Pero en una sociedad en que todo el mundo es influencer o aspira a serlo, ¿sobre
quién y en qué influirá? A medida que aumenta el número de influencers disminuye el de
influidos. Parece previsible que llegue ese momento en que el influencer desaparezca porque no
habrá en quién influir o en el que todos seamos influencers que será lo mismo que ser nada. El
adolescente que quiere ser un influyente no quiere ser influido sino influir. Dicho de otro
modo, desea ser popular. De manera que la aspiración verdadera del influencer no es ejercer un
ejemplo o una autoridad sino ser considerado famoso. Fama y popularidad representan hoy la
vanidad, expresión exagerada y visible de la soberbia.

La academia y la cultura son espacios en que la vanidad encuentra su hábitat. El talento sólo se desarrolla con trabajo y privaciones que forman y depuran la inteligencia y la creatividad. En la actualidad, el esfuerzo es obstáculo para que surja el talento. Se exige el reconocimiento inmediato del talento aunque ese talento no sea todavía reconocible. La vanidad orilla el esfuerzo para reclamar el preceptivo blasón de excepcionalidad. La línea que separa la vanidad del ridículo es muy delgada, casi imperceptible. Hay quien se presenta en público como “el mejor especialista de Jorge Luis Borges en México”. El que así se presenta obviamente no es el mejor especialista de Borges en México porque lo evidente no necesita
mostración. El grotesco individuo exige una servidumbre indecorosa derivada del presunto
conocimiento de un autor. A falta de nada mejor, este tipo de títulos a modo se fabrican en
mentes de sujetos ridículos, de vidas insignificantes, que necesitan parasitar en otros para ser
reconocidos. Lo dramático es que existe una sórdida comunidad ávida de la misma distinción
que acepta rendir la pleitesía que exige la servidumbre. Para que se alague la propia vanidad se
requiere primero alagar la vanidad de otro. No es la expresión del talento la que merece elogio,
sino el individuo mismo que no necesita exhibir ese talento sino respetar un ritual tan grotesco
y ridículo como él mismo.

Estas actuaciones muestran indigencia moral al asumir la liturgia de un rito que terminará por alagar la vanidad de uno mismo a condición de renunciar a la libertad y al talento. Donde debería hospedarse la libertad de pensamiento, su dimisión es requisito imprescindible. Esa abdicación se justifica por la necesidad de que la propia vanidad se sienta satisfecha, independientemente de la ausencia razones para satisfacerla. Siempre acomplejado y envidioso, el hombre ridículo que se anuncia como “el mejor especialista de Jorge Luis Borges en México” abraza lo grotesco, pero sobre todo es idiota.

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