La nueva Ley General de Aguas -y las reformas paralelas a la Ley de Aguas Nacionales- pretenden presentarse como un parteaguas histórico: un viraje ético, casi redentor, frente a un modelo que supuestamente “mercantilizó” un bien que debe ser ante todo un derecho humano. El relato oficial es tan solemne como atractivo: el agua vuelve al Estado; se termina el acaparamiento; se democratiza el recurso; se asegura el futuro hídrico del país.
Pero el dictamen y el proceso que lo produjo revelan otra cosa. Una historia menos romántica y con implicaciones más serias: una reforma improvisada, profundamente centralizadora, que introduce incertidumbre jurídica en todo el sistema productivo y que amenaza con agravar -no resolver- la ya complicada crisis hídrica de México.
El dictamen aprobado en comisiones incorpora más de 90 cambios respecto de la iniciativa presidencial. En cualquier parlamento serio la necesidad de tantos cambios habría bastado para desecharla, o al menos para frenarla y abrir una ruta de deliberación real. Aquí, en cambio, se trató de minimizar las modificaciones como simples “ajustes técnicos”. Pero cuando una reforma requiere correcciones masivas, el problema no es técnico, es sustantivo.
El punto es que el Gobierno quiere eliminar la transmisión de concesiones de agua entre particulares, sustituyéndola por un mecanismo de “reasignación” controlado por la Autoridad del Agua. Esto implica que cada transmisión de tierras, fusiones empresariales, sucesiones hereditarias o reorganizaciones internas dependerá de que la Federación emita un nuevo título… si así lo decide.
Aunque el dictamen presume haber “aclarado” este punto -y establece que el nuevo título debe conservar volumen, uso y plazo-, persiste un riesgo: que la reasignación se haga a partir de los volúmenes disponibles en el Fondo de Reserva de Aguas Nacionales, y no necesariamente con los que amparaba la concesión original. El productor o la empresa podría recibir menos agua que la que poseía legítimamente. La certidumbre jurídica se va por el caño, y cuando se elimina la certidumbre sobre el agua, no solo se pone en riesgo la siembra, se compromete la cadena de suministro que llega al plato de millones de hogares.
A lo anterior se suma una concentración inédita de facultades en la CONAGUA, que ahora podrá definir, revisar, reasignar, inspeccionar, sancionar y hasta clausurar unidades productivas bajo criterios amplios y potencialmente discrecionales. El federalismo hídrico -que reconoce las diferencias físicas, sociales y productivas de cada cuenca- queda reducido a un modelo piramidal en el que decisiones tomadas en un escritorio de la capital podrán determinar qué se siembra, quién puede producir o incluso si un pozo puede heredarse.
Los productores agrícolas, que utilizan el 76% del agua concesionada del país y brindan la seguridad alimentaria nacional, y las cinco millones de familias que dependen del campo, están en lo correcto al ver en esta reforma una amenaza.
Además, la reforma criminaliza conductas administrativas como ceder el uso parcial del agua o cambiar el uso agrícola, e introduce penas de prisión para productores. Cuando la autoridad hídrica tarda años en sus trámites, mantiene oficinas cerradas, opera con personal insuficiente y enfrenta recortes sostenidos, imponer cargas adicionales sin resolver su precariedad institucional es bastante incongruente.
Y hay que sumar un problema monumental: no hay presupuesto. El proyecto plantea restaurar ecosistemas, modernizar distritos de riego, instalar sistemas de medición, vigilar descargas, captar agua pluvial y garantizar el derecho humano al agua, pero no asigna un solo peso adicional. La inversión hídrica lleva una década en caída libre, los organismos operadores están quebrados y más del 45% del agua se pierde en fugas. Sin recursos, todo este andamiaje legal no es más que un conjunto de buenos deseos; puro idealismo normativo sin aplicación real.
La intención de ordenar el uso del agua, evitar el acaparamiento y promover la sustentabilidad es legítima. Pero una reforma de esta magnitud exige técnica, consensos y realismo, no prisas políticas ni ambiciones centralizadoras.
México necesita una nueva ley de aguas, sí. Pero una que fortalezca a las comunidades, no que las subordine; que dé certidumbre al campo y a la industria, no que las ponga contra la pared; que distribuya responsabilidades con visión federalista, no centralizadora, y que construya confianza, no temor.
Esta reforma no cumple con ese estándar. Y el agua, ese recurso del que depende literalmente nuestra vida diaria, no admite improvisaciones.


