Toros y literatura

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La fiesta brava es más que una brava fiesta. La tauromaquia no es un únicamente un rito en que con frecuencia se sacrifica al morlaco sino que en ocasiones, las menos, el morlaco sacrifica al diestro. El combate es desigual porque el poder del toro es desigual compensado por la habilidad e inteligencia del matador. En términos de fuerza bruta el combate es desigual, en términos de inteligencia la faena es desigual. Esa desigualdad termina traduciéndose en igualdad. Luego los tercios ablandan y espolean a pates iguales al toro.

La corrida es un rito acompañado de una liturgia estricta cuyo objeto es el sacrificio. Sacrificio significa hacer sagrado. La corrida hace sagrado el rito de la muerte del toro, como sagrada es la muerte del torero. La tauromaquia no es únicamente muerte, es todo aquello que sacraliza el combate entre el hombre y el toro. La poesía muestra esa relación que transciende el combate, exhibe el rito que concluye en la muerte pero que no es sólo la muerte, ni únicamente la muerte. El tema del toro en la literatura expone la “belleza ruda y brillante”, imposible sustraerse a su encanto, independientemente de su utilidad o diversión, incluso de su conveniencia. Para la poesía, la tauromaquia es asunto central, lo que ilustra una importancia equiparable a otros asuntos como el amor, el paisaje, el subconsciente, el terror, la guerra, la paz. La corrida en poesía proporciona una paleta de temas y colores que comprende la audacia y el miedo, el valor y el temor, tratados en odas, quintillas, romances, sonetos, tonos pindáricos.

Desde gustos italianizantes hasta el siglo XX, la tauromaquia recorre versos, poemarios y antologías. Desde el anónimo romance “échate, mozo, / que te mira el toro”, hasta las octavas de Pedro de Medina Medinilla: “Con más valor que militar decoro, / la plaza a sus deseos sola y franca, / entra a buscar el enojado toro / que las yerbas y céspedes arranca”. Lope de Vega se arranca con la entrada en el albero del toro: “Furioso un toro de la puerta arranca / bajando el cuello y erizando el cerro, / hecho remiendos de la frente al anca, / temido por feroz desde su encierro”. Más festivo Góngora versifica: “La plaza un jardín fresco, los tablados / un encañado de diversas flores, / los toros doce tigres atadores / a la lanza y a rejón despedazados”. Gabriel Bocángel subraya el valor del maestro. “Valiente eres, español, / a cuyo lidiar valiente / primero que los combates / madrugaron los laureles”. Lorca versifica la elegía definitiva: “A las cinco de la tarde. / Eran las cinco en punto de la tarde. / Un niño trajo la blanca sábana / a las cinco de la tarde”.

Las corridas, el toro, el diestro, la cuadrilla, el picador, los banderilleros. Hervidero de luces y sombras, efervescencia de vida a riesgo de perecer. Socorro inmediato en la plaza siempre precario, siempre en punto de agonía fatal. En el ruedo, el toro bravo, cumplida su faena a pesar de que su faena era la agonía arrastrada por monosabios una vez descabellado. Pero esta vez fue el diestro a quien se le torció la suerte, como tantas veces al diestro se le tuerce la suerte. Al final, el toro es quien sufre y muere, el toro que merece otra suerte, pero cuya suerte es la extinción del toro de lidia. Los ecologistas no entienden la tauromaquia, desprecian al toro, detestan al torero. Sin lidia, no hay encastes, sin encastes no hay toro de lidia. Preocupados por el toro de lidia decretan su extinción. Los ecologistas no defienden al toro sino su mala conciencia a la que no le importa, ni el toro, ni la lidia, ni la tauromaquia. Quizá sólo les importa proclamar que son ecologistas.

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