Acostumbrarse a vivir es acostumbrarse a las cosas cotidianas, acostumbramiento que a menudo se resuelve en indiferencia hacia aquello que no merece indiferencia alguna. Frente a lo que se publicita a diario, en la familiaridad reside una porción de plenitud que no reside en otro lugar. La indiferencia hacia pequeñas cosas diarias es una manera de ir perdiendo la vida bajo el engaño de que se va ganando. Lo extraordinario apenas tiene significado en una existencia urdida por lo ordinario que es lo verdaderamente extraordinario. El cúmulo de instantes captados de los mismos gestos, mismos objetos, mismas personas, mismos espacios, revela la exuberancia de una vida que se antoja insignificante reducida a una sola instantánea. Fragmentos que aislados apenas despiertan un recuerdo fortuito, pero que sumados tejen la historia de una existencia. La vida invisible que por acumulación accede a la vida visible sin que haya más verdad en una que en otra. Smoke (1995) es una película cuyo guion escribió Paul Auster, dirigida por Wayne Wang y el propio Auster. Se desarrolla en el interior de un local dedicado a expender tabaco. En ese espacio coindicen casi diariamente diversos personajes, entre los que sobresalen el escritor Paul Benjamin y Auggie Wren, dependiente del establecimiento. Se cuentan sus vidas en una narración suspendida cada vez que suena la caja registradora para retomarla a la mañana siguiente.
Inicia la película con una interrogación: el peso del humo. Alguien toma un cigarrillo, lo pone en una balanza, lo pesa y lo registra. Luego, lo enciende y se lo fuma, depositando con esmero a cada calada la ceniza en el platillo de la balanza. Una vez apurado, agrega también la colilla. Pesa el conjunto y lo registra, y resta esa cifra del peso original del cigarrillo. De la diferencia resulta el peso del humo. Paul Benjamin, todavía abrumado por la muerte de su esposa en un atraco, se siente incapaz de escribir un cuento comprometido con The New York Times. Para animarlo, Auggie le confía que cada día a la misma hora, 8 de la mañana, toma una instantánea de la misma esquina de Brooklyn. Amontona miles de fotografías en viejos y empolvados álbumes almacenados en la bodega de la tienda. El novelista pasa a velocidad las instantáneas antes de ser amonestado por el dependiente que le invita a pausar la revista: “Todas son iguales, pero cada una es distinta. Hay luz de verano y de otoño, a veces la misma gente y a veces distinta, los desconocidos se convierten en habituales y luego desaparecen. La tierra gira alrededor del sol, que cada día ilumina desde un ángulo diferente”. El azar gobierna la diaria fotografía, retrata vecinos del barrio, gente desconocida, peatones ensimismados o alegres o preocupados, en manga corta o con gabardinas claras salpicadas de lluvia o arrebujados en abrigos con cuello levantado. El mismo espacio y tiempo, pero cada imagen aporta nueva información que se observa en variaciones casi imperceptibles, en discretos matices al servicio del escrutinio, en sentidos de repente revelados que siempre estuvieron allí a resguardo de la mirada. Las instantáneas de Auggie muestran que algo decisivo puede estar a la vuelta de la esquina e, incluso, que no es necesario doblarla, que en cualquier momento se puede presentar sin ruido ni estridencia.
Casi nadie presta atención al peso del humo, casi nadie presta atención a lo cotidiano. Pero en lo cotidiano se halla la oportunidad porque nada nos reconoce mejor que lo familiar. La sorpresa se hospeda en lo ordinario. La rutina abre esa posibilidad de aventura que casi siempre se concede a lo extraordinario. Nada menos espectacular que lo ordinario siendo absolutamente espectacular. Tampoco lo es el peso del humo que de todos modos pesa lo suyo.