En México asistimos, con enorme alarma, al creciente fenómeno del reclutamiento de menores de edad por el crimen organizado. Se trata de infantes y jóvenes que no sólo son víctimas de una indignante explotación, sino que terminan incurriendo en homicidios o violencia extrema por instrucciones de las organizaciones criminales constituyendo una suerte de “sicariato infantil”, que representa la página más negra e inaceptable de la violencia contemporánea en nuestro país.
La ONG Reinserta estima que entre 145,000 y 250,000 niños y adolescentes están en riesgo de ser captados por grupos criminales en México, mientras que el Instituto Nacional de Ciencias Penales (INACIPE), subraya que la incorporación de niñas, niños y adolescentes en células delictivas “es un fenómeno que cada día aumenta más” y que se encuentra vinculado a un grave déficit en la estrategia estatal de prevención y combate.
El caso del asesino del exalcalde Carlos Manzo de Uruapan, Michoacán, resulta verdaderamente atroz: un jovencito de 17 años ligado al Cártel Jalisco Nueva Generación y adicto a las metanfetaminas, que a su vez fue abatido en el acto. Un caso que en sus características gana volumen y crueldad: menores utilizados como carne de cañón, capaces de tareas inhumanas, bajo el mando de quienes debieran estar tras las rejas.
El fenómeno exige un tratamiento urgente. La UNICEF ha advertido que cuando niños, niñas y adolescentes son reclutados por grupos armados quedan expuestos a la violencia directa, al abandono del sistema educativo, al sometimiento y a la muerte.
En México el principio del interés superior de la infancia -reconocido tanto por la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, como por la Constitución y los tratados internacionales de los que somos parte- impone el deber al Estado de prevenir y erradicar esta práctica. Sin embargo, la respuesta del Estado mexicano es manifiestamente insuficiente. Ni siquiera existe aún una tipificación penal específica para el reclutamiento de menores por el crimen organizado, y como dicen los especialistas: “no se puede sancionar lo que no existe; nombrándolo se gana una primera batalla”. En otras palabras: los menores pueden estar siendo utilizados y cooptados en redes criminales, pero la ley, el sistema de justicia y la política pública aún no están preparados para enfrentarlo con contundencia.
Este vacío normativo tiene tres consecuencias graves: primero, la impunidad de los reclutadores y los mandos organizativos. Segundo, la invisibilización de las víctimas-menores que quedan estigmatizadas como delincuentes, y tercero, el agravamiento de las causas estructurales que permiten este reclutamiento: pobreza, abandono escolar, violencia comunitaria, normalización del delito.
Como apunta Reinserta, los jóvenes reclutados “son víctimas de un sistema roto que les ha fallado”. No se trata solo de niños que mueren o matan, sino de un proceso de engranaje criminal que erosiona la cohesión social y corrompe las promesas básicas del Estado de derecho.
Cuando un adolescente de 14 años -ahora conocido como “el niño sicario”- es detenido con un celular que guarda material gráfico de homicidios perpetrados por él mismo, o cuando bandas reclutan menores para tareas de sicariato y ocultamiento de cadáveres, lo que está en juego no es solo la seguridad sino la dignidad misma de la infancia y de nuestra sociedad.
El fenómeno del “sicariato infantil” y de los “pollos azules y rojos”, exige que dejemos de considerarlo como una simple variante más del crimen organizado y lo tratemos como violación masiva de derechos humanos, con dimensión de tragedia nacional.
En México cada vez más la cara de la guerra es la cara de un niño. Necesitamos más que discursos; el Estado mexicano debe actuar con celeridad y decisión.


