Ser pobre no solo es difícil.
Es caro. Mucho más caro de lo que estamos dispuestos a admitir.
Y no se trata de una exageración.
Se trata de cómo funciona un sistema que castiga a quien menos tiene, todos los días, en todos los aspectos de la vida.
Un sistema que te cobra por estar fuera de él. Por no tener. Por empezar desde abajo.
Quien no tiene seguro de gastos médicos, paga cada enfermedad como una crisis.
No hay citas, no hay medicinas, no hay red.
La alternativa: pagar una consulta privada, comprar todos los medicamentos a precio de farmacia, incluso endeudarse por una emergencia que pudo haberse prevenido.
Mientras tanto, quien sí puede pagar un seguro, accede a clínicas privadas, deducibles bajos, checkups anuales.
El pobre paga más… por estar más desprotegido.
Quien no tiene coche, paga con su tiempo, su seguridad y su salud mental.
Traslados de más de dos horas diarias en transporte saturado, sin garantías, sin aire acondicionado y con el riesgo de que cualquier día te descuenten por llegar tarde.
El que menos gana es el que más sacrifica.
Y no hablemos del crédito.
Quien tiene historial, accede a tarjetas, puntos, meses sin intereses, préstamos con buenas tasas.
Quien no, paga intereses altísimos, acude a tandas, a casas de empeño o a financieras abusivas.
Pide menos, pero paga más.
No porque gaste mal, sino porque el sistema financiero está diseñado para confiar solo en quien ya tiene.
Comer barato también sale caro.
Los alimentos más accesibles suelen ser los más procesados, los menos nutritivos, los que enferman a largo plazo.
Y para cocinar bien hay que tener: tiempo, cocina, gas, refrigerador, cabeza libre.
Todo lo que la precariedad te quita.
En vivienda, lo mismo.
Quien ya tiene una casa ve cómo su valor se multiplica año con año.
Quien no, paga rentas cada vez más altas, en colonias cada vez más lejanas, donde todo es más difícil: desde llegar al trabajo hasta encontrar escuelas, centros de salud o espacios públicos.
La ciudad se gentrifica, se vende, se convierte en vitrina para quienes vienen de fuera con más poder adquisitivo.
Y mientras tanto, los que sostienen la ciudad no pueden permitirse vivir en ella.
Pero ¿por qué sucede esto?
Porque vivimos en un sistema que premia al que ya tiene y castiga al que empieza con menos.
El capitalismo —al menos el que tenemos— funciona como un juego donde acumular te da ventajas, y carecer te hace pagar.
Quien tiene dinero puede ahorrar, invertir, planear, crecer.
Quien no lo tiene, reacciona, resuelve, sobrevive.
Y eso también cansa. Mucho.
Porque no es solo que vivas con menos ingresos.
Es que todo te cuesta más.
Desde el camión hasta la medicina, desde el crédito hasta la comida.
Y cuando hay un error, un imprevisto, una enfermedad o un accidente…
el costo es tuyo. Entero.
Mientras tanto, el discurso dominante sigue diciendo que si no te alcanza, es porque no sabes administrarte.
Que si quieres, puedes.
Que solo hay que “salir de tu zona de confort”.
Pero, ¿cómo vas a salir de tu zona de confort si nunca has vivido en una?
¿Cómo vas a construir un futuro si todo el presente te lo está cobrando?
Ser pobre no solo es difícil.
Es profundamente injusto.
Y sobre todo: es carísimo.
Por eso, cuando hablamos de desigualdad, no solo hablamos de ingresos.
Hablamos de condiciones de vida.
De oportunidades que no existen.
De un sistema que cobra más al que menos tiene y reparte más al que más acumula.
Hasta que no lo reconozcamos como sociedad, seguiremos culpando a las personas por sobrevivir en un modelo diseñado para que no puedan salir.