Las ideas no son aceptables o admisibles porque sean ideas. Prevención y cautela se antojan necesarias cuanta mayor seducción ejercen. El compromiso con las ideas degenera en sectarismo también en espíritus en apariencia moderados porque los idearios son medios o instrumentos que corrompen al adoptarse como fines. Pero incluso entendidos como mecanismos o mediadores amenazan con deteriorar al que profesa esos idearios o abraza esas ideas sin precaución.
Las ideologías sepultaron metódicamente en el cementerio del siglo XX a millones de anónimos, nombres de los que se carece de todo registro u olvidados en caso de que se tenga con el pretexto de la libertad. Hubo sepultureros que asimismo fueron sepultados por el peso triunfante de la ideología combatida y la derrota de la ideología profesada. Muchas veces el rencor y el resentimiento impulsaron adhesiones a determinados idearios. No se buscaba la verdad sino la revancha, manipulando la ideología como pretexto o parapeto o paraguas para saldar cuentas personales que no hubieran podido saldarse de otro modo. Pero también hubo militancias francas, al calor del ideal que mostraba la sombra vaporosa de lo posible, ni siquiera de lo probable. Sin embargo, la sinceridad de determinada devoción no condiciona la verdad del ideario que se adopta sin cautela ni prevención.
Esta confusión se aprecia en intelectuales deslumbrados por fórmulas de pensamiento sin previo reparo crítico. El francés Robert Brasillach (1909-1945) exhibe la perturbadora mezcla de inteligencia y temeridad, de ofrecer su inteligencia al servicio de unas ideas sin haber considerado antes sus consecuencias.
En sus inicios, colaboró con folletos literarios y crítica cinematográfica para las publicaciones de Charles Maurras, luego apoyó sin recato a los militares africanistas alzados contra el gobierno de la II República española, posicionándose como defensor obstinado, que le llevó a publicar en coautoría Les Cadets de l’Alcazar (1936) e Histoire de la guerre d’Espagne (1939). Pero estos coqueteos apenas dejan entrever su fervor nacionalsocialista de apenas un par de años después, a raíz de la entrevista de Montoire entre el mariscal francés Philippe Pétain y Adolf Hitler, celebrada el 24 de octubre de 1940, en que se estableció la índole de las relaciones entre el Tercer Reich y la Francia de Vichy.
Brasillach se declaró fascista sin tapujos y a pecho descubierto, quizás por simpatía visceral antes que ideológica, puesto que el fascismo y el nazismo favorecían sus despreocupadas arengas incendiarias y altaneras sin necesidad de mirar atrás, a la espera del inminente futuro lleno de promesas, como se advierte en sus columnas del periódico beligerante Je suis partout (1930-1944), dirigido al principio por Pierre Gaxotte. Devoto del fascismo y antisemitismo, fue órgano significativo del colaboracionismo durante la ocupación alemana. Brasillach trocó sus sensibles y esmeradas primicias literarias por la prosa atronadora y áspera de combate. En vida publicó no pocos títulos, entre los que destaca Les Sept couleurs (1939), pero de manera póstuma aparecieron todo tipo de textos, desde poemas y ensayos, hasta relatos breves y novelas inconclusas.
Enfervorizado seguidor del fascismo, hay algo ingenuo e infantil detrás de los lentes redondos de varilla a modo de guarnición, como si la hoguera de la ideología mereciera la ofrenda de un talento literario indiscutible reducido a cenizas que no quiso ver el combustible que había detrás de los desfiles aparatosos y marciales envueltos en esvásticas rojas. Retiradas las fuerzas alemanas de París, Brasillach fue detenido, juzgado y sentenciado a la pena capital por colaboracionismo, ejecutada el 6 de febrero de 1945 en que perdió la vida frente a un pelotón de fusilamiento en el fuerte de Montrouge.