El mundo de la cultura se comporta como sociedad dentro de la sociedad, administrado por leyes tácitas, que en ocasiones maniobra a favor de sus intereses en contra de los intereses de la sociedad, amparado en la impunidad que dispensa la pertenencia al sospechoso mundo de la cultura. Ese articulado no escrito regula enfrentamientos de poder, acceso a financiación, estrategias de posicionamiento, tráfico de influencias, apropiación de espacios. Revestidas de aristocratismo, las polémicas apenas simulan las causas que a menudo residen en la vanidad, el egoísmo o la avaricia. El poder cultural equipara el poder político: caudillos, mandarines, servilismo, clientelismo. El artista disidente no existe o se le niega la existencia. Pero esa ausencia para el aparato a veces es presencia para el arte. Probablemente los mejores se instalan al margen del mundo de la cultura contribuyendo a la cultura de manera más determinante que quienes viven de la cultura. La cultura no es la sociedad de la cultura aunque la sociedad de la cultura se obstina en adueñarse de la cultura para justificar su existencia. El zacatecano Francisco Goitia (1882-1960) representa el rechazo al sistema a condición de entregarse al arte. Su decisión no se debe a que hubiera sido separado del aparato, sino a conocerlo con lujo de detalles desde sus años de estudiante en la Academia San Carlos y Academia Fabrés, después de viajar a Barcelona para recibir lecciones de Francisco de A. Galí y, a su regreso, haber integrado la Escuela Mexicana de Pintura junto con Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros.
La pintura de Goitia es una pintura personal, resultado de una búsqueda incesante a partir del paisajismo privilegiando visiones zacatecanas. Durante la Revolución, se integró en el ejército de Villa como escribiente y secretario de la oficialidad del general Felipe Ángeles, pintando “frescos y bosquejos, testimonios trágicos de aquellos días” a decir de Adolfo Gilly. Significativa fue su labor como asistente de Manuel Gamio dedicado a dibujar objetos, ruinas arqueológicas y figuras indígenas. El horror de la guerra le despierta una fascinación extraña. Convive a diario con la muerte hasta convertirla en rutina como se aprecia en Los ahorcados (1912-1918) dentro de la serie Paisajes de los ahorcados. En el óleo predominan amarillos, grises y negros, imprimiendo sensación de sequedad y aridez asociada con abandono y tristeza, a lo que contribuye un esquemático árbol del que penden los esqueletos de dos colgados balanceándose en sentido contrario. En primer plano, cuatro cráneos de animales acompañan la desolada escena. Se aprecia depuración expresiva que reduce seres y cosas a lo imprescindible en un ejercicio expresionista que subraya la tragedia.
Goitia pintó la entraña del drama de la Revolución. Todavía colaborando con Gamio, levantó en Xochimilco una choza en que se recluyó. El autor de Tata Jesucristo (1925-1927) se marginó voluntariamente del mundo de la cultura dedicado a un arte del que luego se apropió el mundo de la cultura. Quizás por hastío, quizás por pesadumbre, repudió esa sociedad cultural que recusaba exhibiendo en silencio su drama. Las reservas del zacatecano se explican desde la servidumbre que exige el mundo cultural a riesgo de perder el arte que justifica en exclusiva la servidumbre.