¿Quién incendia realmente las calles?

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La violencia nunca es deseable. Ni la quema de vehículos, ni el saqueo de negocios, ni la agresión a terceros pueden ni deben justificarse. Pero tampoco puede ignorarse la pregunta que arde bajo las llamas: ¿qué tipo de violencia antecede y provoca estas explosiones sociales?

Esta semana, las calles de Los Ángeles volvieron a ser escenario de disturbios, tras una serie de redadas masivas contra migrantes indocumentados llevadas a cabo por las autoridades federales de Estados Unidos. Las imágenes de persecuciones, familias separadas y comunidades aterrorizadas por el despliegue de la maquinaria migratoria recuerdan dolorosamente a episodios que creíamos superados. Pero no es así. El racismo, la xenofobia y la discriminación están más vigentes que nunca, y lo que estamos presenciando es la reacción -cruda, torpe, pero profundamente humana- de quienes han vivido demasiado tiempo bajo el yugo de una violencia sistémica que se ejerce desde la oficialidad.

Durante décadas, las comunidades migrantes en Estados Unidos han sido blanco de discriminación estructural: barreras legales para acceder a servicios básicos, acoso policial, explotación laboral y una narrativa pública que las estigmatiza y deshumaniza. Se les trata como amenaza, no como personas. Como problema, no como parte esencial de una sociedad a la que aportan económica y culturalmente.

Lo que ha ocurrido en estos días, sin embargo, va más allá de la continuidad de esa hostilidad histórica. La administración de Donald Trump, con impudicia alarmante, ha vuelto a activar los mecanismos más agresivos de represión migratoria, bajo la bandera de la “seguridad nacional”. Con ello, no solo reinstala políticas crueles, sino que exacerba deliberadamente un clima de tensión racial y xenófoba que ya ha cobrado vidas y ha erosionado el tejido social y democrático estadounidense.

Las redadas en Los Ángeles no son un accidente ni una medida aislada. Son parte de una agenda política que busca consolidar el miedo como herramienta de control. Se criminaliza la condición migratoria como si fuera delito. Se infiltran comunidades con agentes armados, sin considerar los derechos humanos más básicos. Y se pretende que las víctimas callen y acepten.

Frente a esto, los disturbios pueden ser entendidos como un grito desesperado. No se trata de justificar la violencia, sino de entenderla en su contexto. Las manifestaciones, incluso cuando se desbordan, no ocurren en el vacío. Son consecuencia directa de una institucionalidad que se ha negado sistemáticamente a escuchar, a reformarse, a respetar la dignidad de millones de personas que cruzaron una frontera en busca de oportunidades, no de conflicto.

Resulta paradójico que, mientras se condena con rapidez la destrucción material provocada por algunos manifestantes, se ignore la destrucción moral y legal que implica arrancar a un niño de los brazos de su madre por no tener documentos en regla. ¿No es esa una forma más sutil —pero más devastadora— de violencia?

Trump ha convertido la política migratoria en un espectáculo de fuerza, pensado más para alimentar a su base política que para resolver de fondo los desafíos del sistema. Ha desoído a expertos, a defensores de derechos humanos, a líderes religiosos y comunitarios que piden una reforma integral y humana. Y ha optado, en cambio, por el camino fácil que suelen tomar los populistas autoritarios: culpar al otro, al extranjero, al diferente, y sembrar un discurso de odio que divida a la sociedad.

En este contexto, la indignación es legítima. Lo que ocurre en Los Ángeles no es solo un conflicto local: es el reflejo de un modelo de gobernanza que privilegia el castigo sobre la justicia, la represión sobre la escucha, la exclusión sobre la integración. Un modelo que, además, está demostrando su fracaso al generar más miedo que seguridad, más ruptura que cohesión.

Si Estados Unidos quiere evitar esa violencia, debe empezar por dejar de producirla desde el poder. Las autoridades estadounidenses deben entender que ningún muro ni operativo podrá contener el impulso humano por buscar una vida digna. Y que responder a ese impulso con redadas y terror solo alimenta la espiral de violencia.

No, no es con gas lacrimógeno, balas de plástico, o deportaciones exprés como se construyen la cohesión social y la paz. Es con respeto, con justicia y con una política migratoria que deje de mirar a las personas como invasores enemigos, y empiece a verlas como lo que son: seres humanos con derechos, con historias, con esperanzas.

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