En materia de libertad de expresión y de prensa, México atraviesa uno de sus momentos más oscuros. Lejos de consolidar una democracia madura, el país parece retroceder hacia una peligrosa cultura de intolerancia en la que el poder político, incapaz de convivir con la crítica, responde con acoso, censura y linchamiento.
Tan solo en lo que va del año, 39 periodistas y 12 medios de comunicación han sido demandados, hostigados o silenciados por su labor informativa. Las cifras lo confirman: la organización “Artículo 19” reporta un aumento del 142.8% en el acoso judicial contra periodistas, mientras “Reporteros Sin Fronteras” coloca a México en el lugar 121 de 180 en su Índice Mundial de Libertad de Prensa. La ONU ha advertido que la violencia contra la prensa en nuestro país “no es un fenómeno aislado, sino estructural”. En otras palabras: no se trata de excesos individuales, sino de un sistema que castiga la disidencia.
El propio sistema judicial, que debería proteger la libertad, se ha convertido en instrumento de intimidación. Artículo 19 ha denunciado el uso faccioso de la justicia mediante las llamadas Demandas Estratégicas contra la Participación Pública -las tristemente célebres SLAPPs-, usadas para acallar a periodistas, escritores y activistas.
Pero el problema va más allá de los medios. La persecución del disenso ha alcanzado también a ciudadanos comunes. Casos como el del hombre obligado a disculparse ante el senador Gerardo Fernández Noroña, en el propio recinto del Senado y frente a cámaras, son una humillación pública impropia de un régimen democrático. Otro episodio grotesco fue el de “Dato protegido”, impulsado por la diputada Karina Barreras y su esposo, el también diputado morenista Sergio Gutiérrez, que alentaron una campaña de escarnio en redes sociales contra una voz crítica.
Los ejemplos se multiplican: Lourdes Mendoza, acosada judicialmente por el director del Metro de la Ciudad de México; Hernán Gómez y la editorial Random House, demandados por Julio Scherer Ibarra, exconsejero jurídico de López Obrador; Héctor de Mauleón, El Universal, y Código Magenta, perseguidos por la presidenta del Tribunal de Justicia de Tamaulipas, vinculada al oficialismo; Jorge Alberto García, camarógrafo acosado por el alcalde morenista de Tequila, Jalisco; Anahí Torres, periodista que acaba de denunciar amenazas tras revelar presuntas redes de espionaje en San Luis Potosí; Jorge González Valdez y el Diario Tribuna, hostigados por la gobernadora de Campeche, Layda Sansores.
Y precisamente el caso de Layda Sansores ilustra el colmo del autoritarismo: la creación en Campeche de una figura de “revisión previa” para obligar a periodistas a mostrar sus notas antes de publicarlas. Es decir, censura previa, abiertamente prohibida por la Convención Americana de Derechos Humanos. Una práctica propia de una dictadura bananera.
La represión no se limita a los tribunales o a las redes sociales. También avanza desde los congresos locales y el federal. Ahí están la “ley mordaza” de Puebla, o la iniciativa del diputado morenista Armando Corona, que pretende castigar penalmente la creación de memes y stickers de políticos. El humor, esa última trinchera de la libertad, también resulta intolerable para quienes se creen dueños de la verdad.
En este clima, la libertad de expresión se marchita, la autocensura se expande y la democracia se vacía de contenido. Un país donde opinar se convierte en riesgo, y disentir en delito, deja de ser una república para transformarse en un régimen autoritario.
Esta intolerancia, esta descalificación del adversario, esta creencia en el pensamiento único es pilar del nuevo autoritarismo. Y no hay que engañarse: el problema no es de exceso de crítica, sino de falta de tolerancia.
Morena y el oficialismo han hecho de la intolerancia un rasgo de identidad, un reflejo político y casi un dogma de fe. Pero una nación sin pensamiento libre es una nación encadenada. No hay libertad posible sin libertad de conciencia, ni democracia real sin una crítica puntual a las acciones de gobierno.
La pregunta, entonces, no es si el gobierno aguanta la crítica, sino si los ciudadanos estaremos dispuestos a vivir sin la libertad de hacerla.