Políticamente correcto

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Avanza imparable el pensamiento único aunque no haya nada más fútil que el pensamiento único. La contradicción ni siquiera se contempla puesto que procedería a su voladura. La uniformidad de pensamiento es eufemismo que encubre su incomparecencia. Polémica, oposición, discrepancia dotan de sentido al sustantivo. Cada vez se habla menos de pensamiento único y, sin embargo, cada vez está más presente. Las bondades de la novedad se transformaron en recelo. Paulatinamente orillado, se asimila a progresismo, menos arriesgado y de atractivo desprevenido, pero que expresa lo mismo: abolición de toda disidencia, de todo desacuerdo, de toda rebeldía. El vocablo sosiega a buenas conciencias puesto que se adopta como prioridad de la sociedad actual. Toda crítica es reacción antisocial, actitud reaccionaria, fascismo. La imposición del progresismo como doctrina “única” ha sido gradual, casi imperceptible pero definitiva. El factor decisivo se concentra en lo políticamente correcto. La receta opera en cada ocasión promoviendo la censura que conduce a un callizo angosto y sombrío sin salida a la vista. Lo políticamente correcto liquida la libertad vuelta servidumbre para acatar instrucciones del pensamiento único. Progresismo y posverdad se asocian en contigüidad de significado. La verdad es ya prescindible a expensas del oportunismo del pensamiento único que opta por la apariencia de verdad ajustada a cada momento. Si la búsqueda de la verdad no inquieta reducida a sombra o eco, se antoja previsible la proscripción de la disidencia.

La enajenación inicia al asumir lo políticamente correcto como directriz inexcusable, al abdicar de la responsabilidad personal, al delegar la propia libertad en el Estado para que la administre a conveniencia. La falacia de lo políticamente correcto es instrumento eficiente de la falacia del progresismo que no significa progreso, aunque la derivación sustantiva invite a pensar lo contrario, aunque lo políticamente correcto provea pensar lo contrario, aunque el pensamiento único obligue a pensar lo contrario. Para los más avisados, las sospechas contaminan el progreso mismo. John Gray registra que “la humanidad, por supuesto, no marcha hacia ninguna parte”. Se supone que progresar significa avanzar, pero no hay certeza alguna de que se avance hacia adelante o hacia atrás o hacia los lados o “hacia ninguna parte”. No es sencillo entender por qué alguien a favor del aborto es progresista pero no quien se posiciona en contra, excepto que se consigne en el vademécum del buen progresista que delata la naturaleza ideológica volviéndose enemigo de la libertad. Ambos argumentan con razones que seducen a unos y no a otros. Pero se acepta con normalidad que quien está favor del aborto es progresista mientras que el que se opone no es nada, desterrándolo de la discusión pública. La cancelación tiene en la retirada de la palabra una consecuencia inmediata. La apariencia de libertad con que comercia el pensamiento único exhibe el artificio acosando y marginando a la diferencia. Aun confinada, la libertad derriba siempre los muros que la recluyen irrumpiendo con inusitada violencia.

Lo políticamente correcto ha ejercido como herramienta privilegiada de ideologías autoritarias: comunismo, fascismo, nacismo. Ahora también del progresismo como caballo de Troya del pensamiento único. Lo políticamente correcto activa un mecanismo perverso que se ostenta como deferencia o urbanidad o respeto. Censura intolerante y despótica revestida de amabilidad y etiqueta, ejecutada de manera despiadada por la “cultura” de la cancelación.

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