Personas, partidos y símbolos

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Se antoja que los simpatizantes de izquierda con frecuencia exhiben adhesión incondicional a personalidades emblemáticas de su ideología o movimiento o partido, fomentando un culto que se impone a cualquier error que puedan cometer o fechoría que tengan a bien realizar.

No acostumbran a penalizar esos excesos puesto que la personalidad misma del líder representa los principios que los adherentes valoran por encima de actuaciones personales. Acapara el ideario y opera como referente moral.

Para la izquierda y aledaños oportunistas el líder es el ideario o la ideología, el encargado de proveer en cada caso lo que convenga aunque no convenga nada de lo que provee. El líder se constituye en símbolo. El partido político no es ya vehículo al servicio de los ciudadanos, sino aparato sometido a un sujeto que dice servir al partido y a los ciudadanos desde su mismidad.

El mesianismo es inherente a la izquierda, exacerbado hoy por el populismo. La derecha suele comportarse de manera opuesta. Sus simpatizantes asumen que una formación política es en exclusiva un medio para fomentar determinados principios irreductibles a la doctrina. El partido político se instituye en símbolo. Si la dirigencia de ese partido traiciona sus valores, ese instrumento pierde validez y el incondicional desaira al partido y a su dirigencia. El liderazgo de la izquierda puede concentrar antipatías que se resuelven al sustituir una persona por otra sin alterar directrices ideológicas.

La manoseada “autoridad moral” de la izquierda es sólo un brindis al sol a modo de consigna hipnótica de consumo inmediato y digestión expedita reacia a la crítica, destinada a embotar conciencias. La agitación del inmovilismo izquierdista se adopta como estrategia para simular efervescencia en que la apariencia envuelve la condición inmutable del ideario.

Los valores de la derecha se modifican por influencia relativa de la izquierda, pero también por el peso de las circunstancias. La izquierda impone programas desde la rigidez ideológica y extemporánea, a diferencia de la derecha que se amolda maleable pero con recelos a la actualidad. La derecha considera con escepticismo el “progresismo” de la izquierda que es sólo eslogan revestido de pensamiento complejo en la nueva era de la propaganda por otros medios idéntica a la vieja era de la propaganda.

El culto al líder en la izquierda es indiferencia en la derecha. Fuera de momentos puntuales apenas hay personalidades de derecha adornadas con una aureola heroica al servicio de una ejemplaridad indiscutible. Cuando una persona se considera a sí misma portavoz del conservadurismo o del liberalismo sucede que nadie le presta atención, ni retiene sus palabras, ni atiende a sus llamados. Sobre todo si se presenta con una autoridad que nadie le reconoce porque la autoridad reside en los principios y no en sus portavoces. La derecha exige valores no personas, pero personas que asuman esos valores.

En la derecha abunda quien se presenta con una autoridad que sólo le otorgan adláteres por causas nada ejemplares. El desconocimiento de determinada dirigencia de lo que significa el partido para el votante de derechas explica los ridículos cotidianos acentuados durante las campañas políticas comenzando por la elección del candidato.  

La derecha mexicana ya no tiene un vehículo político fiable para su electorado. Si quiere resituarse, requiere un nuevo partido en que convivan liberales y conservadores con un ideario ajustado a la actualidad y al país, lo más alejado posible de Acción Nacional, que no permita en sus filas a dirigentes presentes y pasados blanquiazules únicamente interesados en el partido como empresa particular financiada con dinero público.

Ciudadanos que destierren a los apaches de escuela antigua y aventureros de nueva hornada. Individuos reactivos al légamo de sordidez de lo políticamente correcto, al limo de impudor de la corrupción, al lodo del sobeteo que secuestra al votante para legitimar su contubernio.

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