Periodistas fieros

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Se decía con altanería impostada que el periodismo era el cuarto poder porque se oponía al
poder verdadero. En la actualidad, se dice con pragmatismo envanecido que es el cuarto poder
porque procura beneficios a los empresarios propietarios de los negocios de la información. El
periodismo no está en manos de periodistas sino de emprendedores que invierten en medios
de comunicación para favorecerse. Excepto si contrario a sus intereses, el periodismo no se
opone al poder porque es ya el poder mismo. El desplazamiento exhibe la prioridad de los
medios sometidos a las ambiciones de sus dueños que no siempre coincide con la información.

La crítica o el apoyo al poder se ejerce según las utilidades que reporta. El periodismo no es en
exclusiva crítica al poder de la misma manera que no es en exclusiva su socorro. El
señalamiento de excesos de políticos y autoridades no es su objeto privativo aunque lo sea en
ocasiones. Confinar la actividad informativa a esa crítica la desnaturaliza. La polarización,
además, adultera la información para transformarla en propaganda de un signo u otro.
Paradójicamente, todos los medios de información se dicen independientes, pero todos se
supeditan o bien a los intereses del gobierno o bien a los de los propietarios o bien a ambos sin
otros reparos que los dirigidos al adversario soslayando los propios, unos porque no quieren
perder la financiación pública, otros porque la pretenden. Pero hay momentos en que se antoja
necesario elevar la voz como cuando se asiste a un acto de censura, explícito o encubierto,
dentro del propio grupo mediático.

La cancelación del programa de televisión de una periodista escasos días atrás fue
denunciada ampliamente. Sorprende que colaboradores —entre ellos, sedicentes
intelectuales— del periódico que forma parte del grupo de medios que incluye a la televisora
guarden silencio ante el atropello. Ese silencio es clamor. En apariencia se oponen al gobierno
actual pretextando la crítica al poder pero renuncian a la denuncia apremiante. Asisten como
testigos privilegiados a la cancelación del noticiero de una compañera, pero destinan sus
colaboraciones a otros asuntos muy críticos del poder. Haciéndose de la vista gorda, aceptan la
censura como prerrogativa de los dueños del medio en que trabajan. Justifican tácitamente el
asedio a la libertad de expresión a condición de llenarse la boca hablando de libertad de
expresión. Carecen de convicción para defender el derecho de la libertad de expresión, a no ser
que su convicción resida en la quincena a la que subordinan todo lo demás. Decisión
respetable que, sin embargo, los desautoriza como opositores y los empuja al mutismo que por
decoro deberían guardar, y al que su vanidad se resiste.

La simulación opera en doble plano para los medios favorables al poder: por un lado,
contratan colaboradores contrarios al gobierno para aparentar pluralidad; y por otro, los
presuntos críticos ejercen su función con reservas consentidas. Los periodistas no pueden
pretextar desconocimiento de los intereses del medio donde colaboran. Resulta chocante oírlos
invocar en otros espacios la libertad de expresión que no defienden en el propio. A veces
gustan de presentarse como autoridad moral de una porción de la sociedad frente al poder
político, pero no defienden donde deben las libertades que reclaman. ¿Hay sinceridad en su
postura? Me temo que no. El servicio a la verdad no es prioritario, sólo la conveniencia propia
y la del periódico en que escriben. La postura adoptada en el affaire Uresti los deslegitima como
referentes a pesar de sus desvelos por presentarse como referencias excepto en su periódico.
Periodistas fieros de cabello ralo, mostacho espeso, saco de pana y voluntad negociada.

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