Pavor a los maniquíes

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El maniquí, del neerlandés manneken, se dio a conocer como artefacto vicario y accesorio en la obras de Masaccio a principios del siglo XV. Posteriormente, sus posturas e imposturas invadieron cuadros de tabernas y fondas, de mesas obsequiosas y espléndidos veladores, en los siglos XVI y XVII. Mediante bosquejos, pintores holandeses y flamencos montaban sus lienzos definitivos con la complicidad del vasallaje y de las dóciles composturas del maniquí. Pronto relevaron a los modelos de carne y hueso poco fiables a causa de cualquier imprevisto o enfermedad que obligaba a interrumpir el trabajo del artista. Se ideó un muñeco articulable que pudiera manipularse de tal forma que se ajustara a la postura que el artista pretendía trasladar al lienzo o modular con sus manos. Desde el principio, dado su carácter instrumental, el maniquí presentó una apariencia física inquietante: un rostro sin rasgos definidos ni personalidad en sus facciones, cuya cualidad más perturbadora era la ausencia de ojos y la carencia de matices en sus gestos inducidos e indolentes.

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Pero el maniquí, a diferencia del modelo humano, no era un colaborador sino un instrumento, un utensilio, una herramienta de trabajo. Aun cuando aumentó su tamaño, el maniquí siguió fiel a su origen de miniatura manipulable. Los primeros modelos apenas alcanzaban los 15 centímetros, más tarde llegaron a los cincuenta centímetros y a finales del siglo XIX ya era común observar detrás de los cristales de los escaparates maniquís de tamaño natural. Esta transformación es significativa porque el artilugio había establecido una relación de dependencia con el artista semejante a la que éste tenía con el mecenas o patrón. Pero, al mismo tiempo y de manera paradójica, ese completo desvalimiento del humanoide sometió al artista a una extraña sumisión para extraer de él lo que necesitaba: una bizarra simbiosis entre el hombre y el artilugio que se tradujo en mutua pleitesía y subordinada complicidad. Una definición de 1730 decía que el maniquí es “una pequeña estatua o modelo normalmente hecho de cera o madera, con las articulaciones tan distendibles que puede ser colocado en cualquier posición, a placer”.

Quizás la fascinación del maniquí se debía a su completa imposibilidad para ejercer la libertad y la independencia, negando al individuo renacentista considerado como microcosmos que lo consternaba profundamente. El maniquí se constituyó así en herramienta, cercana a un espejo en el que el hombre se reflejaba, que acabó produciendo dos tipos tan inquietante como turbadores: el replicante y el robot. El fin de siglo explotó la imagen del maniquí casi siempre como antagonista del ser humano: en diferentes obras, se advierte la lánguida presencia de este objeto con algún gesto o ademán que delata su ausencia de vida. Sin embargo, esa ausencia de vida no ocultaba la creciente atracción que el maniquí despertaba en el artista. A finales del siglo XIX, ese hechizo comenzó a insuflar vida en los modelos inertes y estáticos cuya movilidad dependía de la voluntad del artista. Imaginación y la fantasía les otorgaron una autonomía que la naturaleza les había negado.

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