Paul Morand, el colaboracionista flemático

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Optar por deteminada ideología en ocasiones no se debe a una adhesión intelectual o moral, a un deslumbramiento ante un cuerpo de ideas que encuentran soluciones allí donde no parece que se encuentre ninguna, que ordenan el aparente desorden alrededor ofreciéndose como directriz inexcusable, que iluminan espacios en que a priori no se ve nada. Sucede también que no es necesario simpatizar con un ideario para adoptarlo, a impulsos de circunstancias personales que favorecen esa adopción. Oportunismo, sin duda; pero también comodidad. Conveniencia y ocasión de prosperar son causas probables de que algunos colaboracionistas franceses se cobijaran en los brazos rígidos de la esvástica. Ni siquiera era obligación que compartieran con el nacionalsocialismo ideas y principios, bastaba con mostrar voluntad y la asistencia pública a determinados actos políticos. Hay algo de derrotismo en esos individuos que saludaron de labios hacia afuera al nazismo, tras la entrada en París de divisiones blindadas como avanzada de la blitzkrieg para las que la línea Maginot no supuso ningún contratiempo a pesar de la efervescente propaganda francesa que la calificaba de inexpugnable. La inutilidad de esas fortificaciones representó la inutilidad de cualquier resistencia a los invasores alemanes. La decepción de la Maginot se sumó a la decepción del ciudadano que asistía perplejo a la indiferencia con que reaccionaron su gobierno y su ejército ante la ocupación. Una relativa orfandad cívica empujó a no pocos intelectuales y artistas a integrarse en el aparato nazi, más interesados en salvaguardar posición y hacienda que en rescatar a una patria a la que debían de haber rescatado los mismos que la habían rendido.

Paul Morand (1888-1976) perteneció a ese grupo de escritores que estrechó con su mano a los alemanes, en un gesto que no ocultaba distancia y frialdad calculada, ni tampoco el temperamento flemático. Habitual de ambientes aristocráticos y atmósferas diplomáticas, su elegancia se traslada con naturalidad a sus versos con su ópera prima Lampes à Arca (1919), aunque brilla con intensidad en sus prosas desde el volumen inicial Tendres Stocks (1921). No rehúye la ficción, pero despliega su talento en libros de viaje y crónicas sociales en que privilegia el refinamiento y la etiqueta de la nobleza y la alta burguesía. Entró al servicio del gobierno de Vichy desde 1942, ocupando el cargo de embajador en Rumania y, más tarde, en Suiza a instancias de Pierre Laval una vez que ingresó en el gabinete del Gobierno de la Francia Libre. Terminada la guerra, estuvo diez años sin poder regresar a Francia, exiliado en la localidad suiza de Vevey.

Esteta ante todo, durante la ocupación no tuvo reparos en que la administración nacionalsocialista publicara sus obras. Mordaz y crítico, se esmera en un estilo flexible y grato que atiende a los detalles de todo tipo mediante un amplio repertorio léxico que añade rigor y precisión. Determinados pasajes dan la impresión de contemplar una fotografía o una instantánea. Quizás fue indiferente al ideario nazi, pero profesó un antisemitismo que se antoja contrario a su carácter. Su colaboracionismo le permitió seguir deambulando en esos espacios distinguidos que desde su infancia le resultaban familiares. Destacó por una insaciable curiosidad que satisfacía por momentos con su efervescencia viajera, fascinado ante todo lo nuevo y ante cualquier novedad. Pero su curiosidad también lo interesó en el reposo, como exhibe su ensayo Éloge du repos que salió por primera vez bajo el título Apprendre à se reposer (1937), en que actualiza al flâneur de fin de siglo dotándolo de una bizarra modernidad.

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