La historia de la cultura está llena de personajes que hacen del viaje su hábitat porque el movimiento es su estar en el mundo. Curiosos, peregrinos, aventureros recorren incansablemente geografías extrañas que luego se adoptan como propias. Este impulso a veces se origina en genuino interés por lo desconocido, en la atracción hacia tierras incluso exploradas que se quieren volver a explorar pero no ya en libros, ni en documentales televisivos, sino en persona, como si la presencia física acreditara la existencia de esos mundos que no necesitan acreditarse para existir. Otras veces el incentivo procede de una obsesión que conjuga la huida de lo familiar y la conquista de lo extraño. Esa idea suele fabricarse en noches insomnes transcurridas obsesivamente entre lecturas y fantasías febriles. No es en exclusiva aventurarse a nuevas experiencias. En ocasiones es también revivir lo vivido por individuos que antes transitaron por esos mismos espacios, a quienes el aspirante a artista admira y distingue por haber influido en su educación estética y sentimental. Escritores que levantaron sus carreras en ciudades distantes, aureoladas por una leyenda épica y bohemia, elegante y canalla, aristocrática y sórdida.
París desde mediados del siglo XIX sugestionó a latinoamericanos que viajaban allí para iniciar sus carreras literarias y artísticas. Desde entonces no ha dejado de subyugar imaginaciones. Carlos Granés inicia el prólogo a Un bárbaro en París (2023) de Mario Vargas Llosa evocando la devoción de éste hacia la Ciudad Luz: “Hubo un tiempo, no hace tanto, en el que cualquier latinoamericano con ambiciones literarias o artísticas soñaba con París. El paso por aquella ciudad era algo más que un rito de iniciación o una experiencia educativa”. Entonces la ciudad era una efervescencia de doctrinas, corrientes y polémicas que exhibía el vigor de la cultura volcada en la sociedad. Vargas Llosa llegó a la capital francesa en 1959. Lo primero que hizo fue adquirir un ejemplar de Madame Bovary, novela de Gustave Flaubert por quien el peruano siempre ha mostrado fervor como corrobora su ensayo La orgía perpetua (1975). Entre los ensayos que integran Un bárbaro en París es particularmente emotivo el primero, “El amor a Francia”, en que no sólo registra las razones que le llevaron a emprender el viaje, sino sobre todo lo que recibió en sus siete años parisinos: allí se hizo escritor; allí descubrió el amor-pasión; allí leyó y releyó a Balzac, Flaubert, Baudelaire, Rimbaud; allí fue feliz e infeliz como nunca; y allí, “en París, crecí, maduré, me equivoqué y rectifiqué, y estuve siempre tropezando, levantándome y aprendiendo, ayudado por los libros y los autores que, en cada crisis, cambio de actitud y de opinión, vinieron a echarme una mano y a guiarme hacia un puerto momentáneamente seguro en medio de las borrascas y la confusión”.
París fue actor decisivo en la construcción del intelectual Vargas Llosa. No fue únicamente escenario principal de esa maduración, como si el temperamento a madurar fuera distante a ese espacio limitado a albergarlo. París, todo lo que concentra y desborda, corroboró su vocación literaria pero ante todo obró como maestra de vida cuyas lecciones perduran aunque no se hubiera dedicado a la escritura. Quizás si no hubiera querido dedicarse a la literatura no hubiera viajado a París. Vargas Llosa no hubiera sido este Vargas Llosa, pero París seguiría siendo París.