La visita del secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, a México ha provocado un torbellino discursivo y político. El propio Rubio, en tono elogioso, declaró que el gobierno mexicano es hoy el que más coopera con Washington en la lucha contra el crimen organizado. Una afirmación que a primera vista podría leerse como un reconocimiento al compromiso bilateral, pero que para algunos analistas encierra un eufemismo: cooperación en exceso puede ser, en realidad, sumisión.
Lo paradójico es el manejo de los contrastes en la narrativa oficialista. Mientras Rubio habla de una cooperación sin precedentes, desde el poder se arremete contra opositores que expresan posturas mucho menos comprometedoras. El caso más llamativo es el de la senadora Lilly Téllez, quien en una entrevista con Fox News declaró que la ayuda de Estados Unidos para combatir a los cárteles en México sería bienvenida. Una postura polémica, sí, pero que se enmarca dentro de una visión realista: México enfrenta un problema de seguridad de dimensiones trasnacionales que, inevitablemente, requiere coordinación internacional.
Lo mismo ocurre con el exsenador Roberto Gil Zuarth, quien en el mismo medio señaló que el dilema de la presidenta Claudia Sheinbaum radica en desmantelar las redes de complicidad política con el crimen organizado, pues es imposible cooperar con Estados Unidos en el combate al narcotráfico mientras al mismo tiempo se protege a los mandos políticos y policiales que actúan en connivencia con los cárteles. Un señalamiento duro, pero que apunta al fondo de un debate que, más allá de las formas, merece ser atendido con seriedad.
La reacción oficial, sin embargo, fue desproporcionada y hasta autoritaria. Sheinbaum salió a descalificar personalmente a los críticos, y en el caso de Téllez, el presidente del Senado, Gerardo Fernández Noroña, llegó a proponer que se le desaforara y procesara penalmente ¡junto con toda la bancada panista! por el delito de traición a la patria. El exceso retórico revela una peligrosa tendencia: usar la acusación de “traición” como arma política contra la oposición, en lugar de reservarla para actos que verdaderamente pongan en riesgo la soberanía nacional.
Porque si de soberanía hablamos, la lista de acciones del actual gobierno que rayan en la capitulación es larga. Ahí está la entrega irregular de reos a las autoridades estadounidenses sin cumplir los cauces legales de extradición o deportación. Está también la disposición de la Guardia Nacional como fuerza de contención migratoria al servicio de la Casa Blanca, sin que medie un debate público o legislativo al respecto. Se permite, además, el sobrevuelo de drones estadounidenses en territorio mexicano y se hace mutis ante operaciones clandestinas de agencias norteamericanas que incluso han llegado a secuestrar a capos del narcotráfico en nuestro propio suelo, como se ha reportado en el caso del Mayo Zambada.
Si esas conductas no violan la soberanía, mucho menos unas simples declaraciones periodísticas. ¿Cómo puede considerarse más lesiva para la soberanía una entrevista en televisión que cuestiona la política de seguridad mexicana, que un operativo encubierto de una potencia extranjera en territorio nacional? La incongruencia salta a la vista: mientras se reprime el disenso político con acusaciones absurdas, se normalizan las verdaderas transgresiones a lasoberanía.
La historia mexicana nos ha enseñado a desconfiar de las intervenciones extranjeras. El concepto mismo de “traición a la patria” nació al calor de las invasiones y de la fragilidad de nuestro Estado en el siglo XIX. Pero reducir ese concepto a un arma retórica contra opositores lo banaliza y termina encubriendo las verdaderas entregas de soberanía, disfrazadas de “cooperación estratégica”.
El discurso de Sheinbaum insiste en que México mantiene una relación con Estados Unidos “en pie de igualdad y sin subordinación”. La realidad, sin embargo, muestra otra cara: se coopera en migración, se coopera en inteligencia, se coopera en seguridad, se coopera hasta en logística operativa, y siempre en la dirección que dicta Washington. La pregunta es obvia: ¿en dónde está el límite de esa cooperación y cuándo se convierte en subordinación? ¿Dónde queda la parte que le toca a Estados Unidos como el control de armas, la prevensión del consumo, o el combate a los distribuidores de allá, por ejemplo?
Al final, lo que debilita a un país no es el reconocimiento de sus problemas ni la discusión abierta sobre los mismos, sino la simulación, y la incongruencia entre el discurso de la soberanía y la práctica de la sumisión.