
La política atraviesa un punto de inflexión. Ya no basta con ganar elecciones ni ocupar espacios institucionales. El verdadero desafío hoy es construir legitimidad sostenible en tiempos donde el poder se disuelve si no se acompaña de propósito. Mucho de lo que hoy viven gobiernos electos por la inercia del momento y con la voluntad ciudadana trastocada por intereses personales, más que por convicciones reales.
Vivimos una época donde las campañas sobreactúan emociones, las estructuras partidarias administran inercias, y los liderazgos se debaten entre reacciones tácticas y ausencias estratégicas. La pregunta urgente no es ¿quién tiene el control?, sino ¿quién tiene un proyecto que le dé sentido?
Los sistemas democráticos se enfrentan a una paradoja: la técnica abunda, pero el relato escasea. Sabemos cómo comunicar, pero a veces olvidamos para qué. Una estrategia sin narrativa se convierte en pura mecánica. Y la técnica sin propósito, inevitablemente, se agota.
La ciudadanía no está esperando información. Está esperando sentido. Votantes cada vez más jóvenes, más conectados y escépticos, reclaman símbolos de futuro. No basta con administrar lo que hay; es necesario imaginar lo que podría ser y trabajar en ese sentido con menos improvisación y más sentido de responsabilidad.
En este contexto, los consultores políticos no estamos solo para afinar discursos. Estamos para incomodar decisiones. Para provocar preguntas que molesten y construir respuestas que vinculen. Porque sin narrativa, no hay legitimidad. Y sin propósito, no hay liderazgo que dure.
Los proyectos políticos deben dejar de obsesionarse con la táctica y empezar a reconstruir propósito. Porque si el poder no se entiende como un proyecto colectivo, lo que sigue es la desconexión social y el debilitamiento institucional.
Hoy el verdadero debate no es entre izquierda y derecha, entre populismo y tecnocracia. El debate urgente es entre liderazgos con propósito y estructuras que sobreviven sin alma. El compromiso de los partidos políticos, de los políticos en general debería ser con el ciudadano, no con el poder. Se debería defender lo que es justo y por consiguiente oponerse a lo que es injusto, sin importar quién lo proponga.
Hoy, más que nunca, gobernar no es solo ejercer poder, es ejercer sentido. La política debe volver a la pregunta fundacional: ¿Para qué estamos aquí?