Julián de la Canal
Las ideologías no inauguran novedosas propuestas o nuevas ideas de las que antes de su irrupción no había noticia, como si además de presentar un pensamiento inédito estrenaran un tiempo desconocido. Los idearios no se adelantan a su época. Operan como receptáculos de un cúmulo de intuiciones, reflexiones y directrices previas que se relacionan entre sí para ofrecer respuestas a determinada actualidad aunque sus recetas carezcan de cualquier actualidad. Quizás deslumbren por su aparente coherencia, por su simulada congruencia intelectual que difícilmente resiste una mirada crítica o una experiencia. La ideología no seduce en exclusiva por la arquitectura de sus ideas o por su entramado intelectual. A menudo apela a la emoción antes que a la razón que se rinde después, como consecuencia previsible del estremecimiento emocional. El francés Marcel Jouhandeau (1888-1979), fue colaboracionista del nazismo no porque se hubiera dejado seducir por su ideología, sino porque profesaba un antisemitismo que aquél justificaba. Profundamente contradictorio, oscilando constantemente entre el misticismo y la perversión, entre el perdón y el pecado, entre la culpa y la expiación, buscaba soluciones a sus atormentados conflictos interiores. Siendo muy joven consideró entrar en el seminario, pero las primeras punzadas de su homosexualidad le hicieron desistir. Su estricta formación católica se empañó de un sentimiento antijudío que ya no abandonó, incrementándose con los años. Esta aversión está en el origen de su libelo tonante Le péril juif (1938), ajustado a otros panfletos del mismo asunto frecuentes en la inmediata preguerra. El nazismo de Jouhandeau parecería acotado estrictamente a su aversión hacia los hebreos.
Con todo, un hecho en su biografía lo sitúa dentro del nacionalsocialismo y, en automático, lo integra en las filas del colaboracionismo francés. Asiste en 1941 a un congreso en Weimar a invitación de Joseph Goebbels. Durante esa estancia reparó ante todo en la elegancia de los uniformes militares confeccionados por el modisto Hugo Boss. Confirmó en esa visita su atracción hacia los atuendos marciales que había descubierto previamente en la apostura del teniente Heller, destinado en París, de quien se había enamorado. El nazismo de Jouhandeau fue una ideología a los ojos en que el esteticismo se impuso hasta opacar a las razones de su ideario. No es difícil imaginar al intelectual presenciando desfiles de tropas alemanas, luciendo distinguidos uniformes embutidos en altas botas de un negro reluciente que al golpear sobre el asfalto o lo adoquines exprimían el eco espeso de los pasos. En el autor de Éloge de la volupté (1951) coincidían tres factores que lo excluían de la sociedad burguesa y que lo impulsaban a abrazar aspectos del nazismo con objeto de justificarse: homosexualidad, antisemitismo y colaboracionismo.
Los tres ingredientes concentran el moralismo irrenunciable de su obra. Jouhandeau es un escritor moralista porque la mayoría de autores que se debaten entre la culpa y el perdón son moralistas, como si a través de la escritura expiaran pecados de los que no pueden librarse. No es indiferente al juicio popular, pero anima a observar la complejidad de las situaciones: “Qué mayor deleite, ¿no es cierto?, que el espectáculo de una ignominia fuera de lo común cuando para nuestro festín cotidiano no contamos más que con nuestra magra y tibia mediocridad”.