De repente irrumpe un temperamento capaz de absorber toda la actualidad para proponer algo nuevo al margen de la actualidad sin dejar de ser actual. Individuos para quienes la genialidad es costumbre porque no han sido otra cosa que genios. La diferencia la aprecian los otros, no quien es diferente ocupado inútilmente en ser como los otros. La diferencia causa frustración y desencanto, pero también fascinación y encanto. Sobreponerse a lo primero requiere aceptación, abrazarse a lo segundo exige confianza. La genialidad también deviene costumbre, dispersando los aspectos reactivos en favor de los aspectos amables. Pero habituarse al genio no implica necesariamente habituarse a esos estallidos exclusivos e irrepetibles en que reside la fascinación y el encanto. El diferente cada vez es más diferente a condición de ser a cada momento más aceptado porque esa aceptación se hospeda en el respeto a lo diferente. Entre los artistas inclasificables cabe Marc Chagall (1887-1985), originario de Vitebsk, Rusia, pero francés de adopción. Instalado en París desde su juventud, se impregnó de las novísimas tendencias cubistas, orfistas, fauvistas, surrealistas. Pero no limitó su pintura a imitar esas propuestas apostando por el dudoso prestigio de lo nuevo en detrimento del designio de su genio. Encontró en cada corriente elementos al servicio de su sensibilidad para levantar un universo propio que privilegia colores intensos y etéreas figuras reales o imaginarias que subraya el origen onírico de su arte.
Su pintura es inseparable de su biografía. Judío, durante su infancia asistió a pogromos padecidos por su pueblo. Alejado de su religión, en 1931 la recupera a raíz de un periplo por Tierra Santa que le lleva a Jerusalén, Haifa y Tel Aviv. Es el periodo en que la Biblia acapara su atención. La ocupación nazi de París, que propició el abandono de Chagall, motivó su obra Éxodo: 24 escenas interpretativas del peregrinaje por el desierto del pueblo de Israel, guiado por Moisés, hacia la tierra prometida. París es tema preferente, como muestra su interés por la Torre Eiffel o Notre Dame sobre las que vuelan personajes imaginarios. Ocupa un lugar central el amor hacia su compañera Bella Rosenfeld, muerta en 1944, acerca de la que escribe: “Yo solo abría la ventana de mi habitación y el aire azul, el amor y las flores entraban con ella”. Destacó también como ilustrador de fábulas del neoclásico francés La Fontaine, en que se advierte familiaridad con los iconos rusos y los lubok. Pintó animales por los que se sentía especialmente atraído al recordarle su niñez: hormigas, zorros, caballos, vacas, perros, ranas, cerdos pueblan sus telas conjugando ironía e imaginación.
Marc Chagall recorrió un itinerario muy personal, sin dejarse atrapar por modas, sin abandonarse a su prestigio, sin volver sobre asuntos que ya le habían redituado en términos de fama y estatus. La paleta de colores puede crear la falsa ilusión de que su pintura está gobernada por el arte, cuando en realidad está gobernada por la vida que luego llega al óleo. El artista acaricia la vida que a su vez acaricia el pincel. En ocasiones el presente merece su atención, pero por detrás, en lo invisible, se extravía en los recuerdos. La pintura del siglo XX no es surrealista, ni orfista, ni cubista, ni fauvista. La pintura del siglo XX es Chagall.