Le spectacle avant tout

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La devoción de la sociedad por el espectáculo ha ocupado desde hace décadas a ensayistas y pensadores: desde Notes Towards the Definition of Culture (1948) de T. S. Eliot y La Société du Spectacle (1967) de Guy Debord, hasta Bluebeard’s Castle (1971) de George Steiner y La civilización del espectáculo (2012) de Mario Vargas Llosa. A diferencia del libro del francés, los otros títulos privilegian el espectáculo confinado al ámbito de la cultura. El peruano agrega algo coincidiendo con Debord: la imposibilidad de acotar la supremacía de la imagen como una manifestación más del consumismo con consecuencias decisivas: la sustitución del vivir por el representar que conduce a una existencia por procuración presidida por el consumo de ilusiones en lugar de por el consumo real. La imagen transforma aquella cultura minoritaria y elitista de Eliot y Steiner en cultura de masas cuyo asedio a la alta cultura había sido diagnosticado por José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas (1929).

La tecnología y las redes sociales han acelerado la incorporación de todos los estratos sociales al debate público en lo político, el arte, la religión, lo económico. El significado de cultura ha derivado en manifestaciones extrañas a la tradición: películas, series, videojuegos, comics, Tik-Tok, Instagram. Ya no se asemeja al de hace apenas medio siglo, originando una nueva realidad. Mario Vargas Llosa adopta la fórmula “civilización del espectáculo” que caracteriza en escasas palabra: “la de un mundo donde el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal”. Los efectos, previsibles: la cultura se banaliza, la frivolidad se propaga, la información se rebaja a chismografía. Cultura se vincula con vida de una comunidad dispersando su sentido hasta volverse antropología.

En la actualidad, cultura se asocia con espectáculo, imagen, representación. Lo efímero y episódico aseguran la desaparición inmediata del producto consumido. La cultura no perdura sino que se desecha en la sucesión frenética de instantes operando como cultura de repuesto. Por eso los políticos abrazan sin escrúpulos el ridículo. Les asegura un momento de fama a condición de desaparecer en el siguiente para volver a aparecer más tarde. Optan por el engaño como estrategia de comunicación, porque se desvanece en el cúmulo vertiginoso de lo dicho, lo escrito y lo visto. Conferencias y declaraciones son instrumento eficaz de promoción puesto que la mentira y la demagogia se esfuman ante el espectáculo representado. Sólo permanece la efímera imagen retenida mediante repeticiones que contienen el olvido. No existe cultura política, en todo caso política considerada cultura como todo lo demás. Lo constitutivo de la política se disuelve en la cultura de masas que lo procesa apegada a sus requerimientos y no a los de la política. No sorprende la expansión del populismo ajustado a la cultura del espectáculo puesto que la cultura del espectáculo exige populismo.

Port: Patricio Álvarez.

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