Las calles ingrávidas de Françoise Hardy

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Para algunos, evocar a Françoise Hardy es convocar una adolescencia en que las pasiones se desataban sin orientación ni propósito, pero siempre en trance de contenerse. Esa adolescencia tan distante a la de hoy. Entonces se indagaba sin más compañía que la propia curiosidad, a veces compartida, a menudo privada.

Hoy se llega a la adolescencia sin nada que averiguar, sin misterios que descubrir. Se alcanza esa edad en que sólo queda inseguridad, titubeos, vergüenzas, sin contrapartidas que afirmen la personalidad y el temperamento en la elección y la libertad. Entonces bastaba evocar una letra de una canción melódica para levantar un mundo imaginario. Esas letras se limitaban a la alusión, elegante y sencilla, ingenua y pródiga, que se entregaba como un regalo a un público que no necesitaba más para que dijeran lo que ese momento necesitaba que dijeran. Letras en el borde de la inocencia sobre el supuesto de que nadie era inocente o comenzaba a dejar de serlo. Una atmósfera que creaba sus bellezas, inadvertidas y discretas, como esas letras que sin decir nada lo decían todo. Una adolescencia y primera juventud empedrada de pudores, de vergüenzas sin porqué, de preguntas retenidas en la comisura de los labios. Silencios estridentes ante la inminencia del hallazgo, repuesto de una orfandad impalpable. La perplejidad perpleja ante lo posible siempre postergado. Pero definitivamente accesible o eso cantaba Françoise Hardy (1944-2024), celebridad en los años sesenta y setenta de la siempre difícil canción melódica. Compositora de temas transparentes de sencillos, inaccesibles de cercanos, evasivos de inmediatos. Letras que ruedan por calles sin tocar el piso, pero inseparables de los adoquines o de la tierra.

Su primer éxito, “Tous les garçons et les filles” (1962), establece su itinerario. Se trata de un tema nimio y trivial, en cuya sencillez reside un poder que no ha dejado de crecer con los años. Cuenta que unos jóvenes se dan la mano mientras pasean. Nada más, pero tampoco necesita nada más. La interpretación apenas exige cuatro compases elementales de guitarra. La escena es vigorosa: una mujer de escasos dieciocho años y belleza murillana, rasga una guitarra clásica e interpreta un tema anodino que sobrevuela la emoción sin acallarla, ofreciéndose a la imaginación como rehén. La canción rueda y rueda, a poca distancia del suelo, ingrávida y robusta, monótona y distinta, iterativa y diversa. Solitaria y cauta, a pesar de tanto glamur durante tanto tiempo, Hardy se hospeda con comodidad en el sentimentalismo y la melancolía, infaltables en sus letras y composiciones musicales, sin incurrir en excesos intolerables. Se mantiene en una elegante distancia que evita lo empalagoso.

Grabó numerosos discos; desfiló para Yves Saint Laurent, Paco Rabanne, André Courrèges; modeló para el fotógrafo Jen-Marie Périer; intervino en películas. En 2017 publicó la autobiografía La desesperación de los simios…y otras bagatelas, que suele ser mal traducida porque “la desesperación de los simios” es un árbol con púas en el tronco que impide que los monos puedan treparlo. Ha muerto Françoise Hardy pero no ha muerto del todo mientras no mueran quienes en su adolescencia imaginaron que todo era posible si dos adolescentes entrecruzaban las manos al pasear por cualquier calle de cualquier lugar.

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