A contrapelo de los dictados de la sociedad del espectáculo, hay escritores que optan por hospedarse en la marginalidad. Reticentes a asaltar editoriales, reacios a presentarse en reuniones al servicio de la vanidad, renuentes a posicionarse en público como el último hallazgo del mercado, optan por el margen en que su escritura madura con discreción pero sin pausa. Escritores arrastrados por su vocación literaria, apenas por deseos de reconocimiento, se ensimisman en propuestas aparentemente indiferentes a reclamos publicitarios, pero seguros de que esas probaturas operan como puerta a proyectos ambiciosos. Orfebres de una prosa ajustada a una temática distintiva, autobiográfica por momentos, que indaga en la memoria y el recuerdo sin que la juventud sea obstáculo para ese extravío. Carlos López Medrano participa de este temperamento. No quieren ser exactamente reconocido como autor o no todavía, mientras su prosa adquiere más gravedad y consistencia cuando es ya grave y consistente. Medrano no busca fama sino algo más complicado: ser escritor. Frente a una actualidad en que los títulos de novedades cambian cada semana sin otro rastro en la librería que el de ocupar un lugar distinto al de la mesa de exposición, Carlos prefiere vivir de espaldas al vértigo artificial para concentrarse en su tarea metódica. Semanalmente pueden leerse sus prosas en el periódico digital La Orquesta, de San Luis Potosí. Colaboraciones esmeradas que cartografían su educación sentimental.
Indagar en el recuerdo para habitar en él como presente es una tentativa imposible, pero es la aventura que se propone el autor. Confiesa que es un escritor sentimental: “A un sentimental de primera categoría se le distingue por su anclaje en el pasado”. Parece más conveniente calificarlo de melancólico que se vuelve hacia ese pasado porque la melancolía invoca un arrebato extraño a la languidez del sentimental. Asedia la memoria no para rehabilitar exactamente ese tiempo como fue, sino como necesita que sea en la actualidad. Estrategia para borrar el pasado suplantándolo por un recuerdo improbable, pero también maniobra para evitar el presente. Medrano escapa hacia atrás, reactivo a mundos ficcionales una vez que ha macerado la ficción de su pasado. Sus prosas recrean un pasado condicionado por requerimientos de la hora. Ese buceo en los entresijos de la memoria para urdir la trama de la prosa sólo se oxigena en el momento de la escritura, ajustado al presente como repuesto de un pasado imposible. La delicadeza de las evocaciones se justifica si la escritura es pecio de náufrago. No rescata instantes de su existencia, sino la existencia plena a partir de esos instantes. Por eso sus prosas siempre son idénticas y siempre distintas, teselas que completan el mosaico de una vida extraordinaria como toda vida. A veces da la impresión de que determinado recuerdo sostiene una prosa pero también que ese mismo recuerdo origina una nueva prosa que lo presenta aparentemente como nuevo. Cabe sospechar un juego de espejos deformantes que moldean la misma imagen recordada según refracta en la superficie del azogue.
Tímido y remiso a primera vista, López Medrano esconde un propósito firme que corrobora la puntualidad de sus colaboraciones. Un escritor que es ya escritor y que porfía en su fervor. Previsiblemente llegarán libros, pero algo invita a reparar en estas prosas que muestran a un escritor que se está haciendo como escritor.