La muerte del intelectual

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Con el adiós de Mario Vargas Llosa a sus colaboraciones semanales en el diario El País, no sólo se despide el atento observador de la realidad, sino también el intelectual emblemático del siglo XX. El escritor concentra el significado de homme de lettres asociado primero con las ideologías y luego con la libertad de pensamiento. El siglo pasado tras el affaire Dreyfus, elevó al escritor a autoridad moral y luego, una vez irrumpen con fuerza las ideologías, al compromiso político antes de que Jean-Paul Sartre dotara de sentido al escritor comprometido.

Una condición de ese intelectual era la exposición pública, casi siempre mediante columnas en la prensa periódica. El lector se informaba de opiniones y a la vez acompañaba al autor en sus avatares personales asociados con su pensamiento y con la crítica al propio pensamiento. La norma fue la lealtad a la ideología independientemente de que la ideología hubiera exhibido toda su perversidad como el comunismo en la URSS y China o el fascismo en Italia y el nazismo en Alemania.

El intelectual no ejercía su libertad de pensamiento, sino que la entregaba a una causa supuestamente superior hacia la que no cabía inconformidad ni disidencia. Esta ceguera cómoda y voluntaria, pretendidamente ejemplar, introdujo un factor que la descompuso hasta desacreditar al intelectual comprometido, pero todavía no al intelectual.

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Vargas Llosa a principios de la década de los setenta del siglo XX inició una revisión crítica de su militancia marxista para abrazar luego el liberalismo. Esta reorientación fue censurada airadamente por sus antiguos compañeros de viaje y todavía en la actualidad se le descalifica por haber ejercido su libertad. Esta presión de grupo desalentó a no pocos intelectuales para criticar un pensamiento político que antes habían profesado. George Orwell registra: “El intelectual contemporáneo vive y escribe con temor constante, no a la opinión pública en el sentido más amplio, sino a la opinión manifiesta dentro de su grupo”. La idea es significativa puesto que advierte también en los intelectuales, cuyo prestigio reside aparentemente en el pensamiento libre, un comportamiento tribal e irracional, contrario a la racionalidad que a priori los distingue.

Centra su crítica en la “deshonestidad” de quienes se apresuran a ocultar el engaño. La honestidad del intelectual reside en reconocer la verdad a contrapelo de las consecuencias e, incluso, aunque esas consecuencias lo recluyan en la soledad. El británico representa la libertad personal y la disidencia ideológica. Con simpatías comunistas, se desencantó de inmediato del régimen soviético e inició una tarea de demolición de la ideología en que se sustentaba. Escribe el británico: “Lo primero que le pedimos a un escritor es que no mienta, que diga lo que realmente piensa, lo que realmente siente”.  Exigencia moral al alcance de pocos entre los que se incluye el escritor peruano.  

La crisis de las ideologías arrumbó al intelectual comprometido; la revolución tecnológica, al intelectual. Los homme de lettres desaparecen porque su función es irrelevante en las sociedades tecnológicas. Quienes todavía se aferran y ostentan el membrete intelectual no lo hacen por su adhesión a la verdad, ni mucho menos por su autoridad moral, sino por el interés en los réditos con que son retribuidos. No es descartable que en el futuro se lea a Vargas Llosa en exclusiva como novelista y se orille su quehacer en tanto que intelectual. También es posible que no sea lea en absoluto. Con todo, será referencia de libertad y de honestidad intelectual en tiempos recios se simpatice o no con sus ideas.    

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