Para Luigi Ferrajoli, la reforma judicial mexicana es una forma de destruir el Estado de Derecho.
Para comprender la magnitud de esta crítica, primero es fundamental saber quién es la persona que la emite. Luigi Ferrajoli no es un opinador más; es un jurista y filósofo italiano de fama mundial, considerado uno de los principales teóricos del garantismo jurídico. Esta corriente de pensamiento, de la cual es el máximo exponente, se dedica a estudiar cómo los sistemas legales deben construirse para proteger y garantizar los derechos fundamentales de todas las personas, especialmente de las más vulnerables. Ferrajoli ha dedicado su vida a defender los principios de la democracia constitucional. Por eso, cuando advierte que una reforma está a punto de «destruir el Estado de derecho», su análisis resuena con una autoridad técnica y moral difícil de ignorar.
En su más reciente artículo denominado “La reforma judicial mexicana: cómo se destruye el Estado de Derecho”, Ferrajoli sostiene que la reforma judicial aprobada en México equivale, en la práctica, a una supresión de la separación de poderes, uno de los pilares esenciales de cualquier democracia moderna. El núcleo del problema -dice- reside en la propuesta de que todos los jueces, incluyendo los ministros de la Suprema Corte y cerca de 1,600 jueces federales, sean elegidos directamente por el voto popular.
Lejos de ser una medida para «democratizar» la justicia, Ferrajoli la califica como una «gravísima regresión» que transforma la democracia en una «autocracia electiva», un sistema similar al que se observa en países con derivas autoritarias como la Turquía de Erdoğan o la Hungría de Orbán. ¿La razón? Esta medida subordina por completo el poder judicial al poder político. En lugar de ser árbitros independientes que aplican la ley, los jueces se verán forzados a hacer campaña y a responder a las mayorías que los eligieron. Inevitablemente sus candidaturas serán impulsadas por fuerzas políticas, lo que los convierte en representantes de intereses políticos, no en guardianes imparciales de la Constitución.
Ferrajoli explica que esta reforma se basa en una concepción simplificada y primitiva de la democracia, que consiste en creer que la voluntad de la mayoría es absoluta y no debe tener límites. Pero el jurista nos recuerda que una democracia constitucional es mucho más que eso, distinguiendo sus dos dimensiones:
1. La democracia formal: Se refiere a quién y cómo se toman las decisiones (es decir, las elecciones y las reglas del juego).
2. La democracia sustancial: Establece qué cosas no se pueden decidir, ni siquiera por una abrumadora mayoría. Este es el espacio de los derechos fundamentales (la vida, la libertad, la igualdad), que actúan como un límite infranqueable para el poder político.
La reforma, al darle un poder casi absoluto a la decisión de las mayorías, incluso respecto de “la esfera de lo indecidible” -como habría dicho en otro texto-, ataca directamente esta segunda dimensión, la sustancial, que es la que protege a todos los ciudadanos, en especial a las minorías.
Un punto central de su argumento es la diferencia fundamental entre el rol de un político y el de un juez. Un político obtiene su legitimidad de las urnas y su función es representar la voluntad popular para crear leyes. En cambio, un juez obtiene su legitimidad de su estricta sumisión a la ley. Su deber no es ser popular, sino aplicar el derecho de forma imparcial, sirviendo como contrapeso al poder y garantizando que nadie, ni siquiera el gobierno, esté por encima de la ley. La independencia judicial es, por tanto, la garantía última de los derechos de los ciudadanos frente a posibles abusos del poder. Ahí recuerda “la bella frase” de Ronald Dworkin en el sentido de que estos derechos son virtualmente contramayoritarios.
La advertencia de Ferrajoli es clara: sin un poder judicial independiente, los derechos fundamentales dejan de estar garantizados y quedan a merced de la voluntad política del momento. Que esta crítica provenga del padre de la teoría del «garantismo» le da un peso extraordinario. Es el arquitecto de los sistemas de garantías quien nos está diciendo que en México se están demoliendo los cimientos del edificio del Estado de derecho. Su análisis no es una opinión política, sino el diagnóstico de uno de los mayores expertos del mundo en la salud de las democracias.