Joaquín Sabina en La Mandrágora

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El Madrid de la movida no fue únicamente una apertura a la posmodernidad inaugurada en el 68 que llegó a España con retraso de diez años. Apareció ante todo como lugar de oportunidad para quienes no hubieran tenido oportunidad de otro modo. Ciudad mesetaria y recia, apenas liberada por el Jarama, de repente fue invadida por una efervescencia creativa inseparable de la libertad conquistada tras la muerte de Franco. Esa libertad se asoció de inmediato con la noche como espacio preferente, lo nocturno era sinónimo de libertad de la misma manera que esa libertad resultaba irrelevante separada de la noche. Y de noche, todos los gatos son pardos. Procedentes de cualquier provincia ibérica, pardos gatos asaltaron garitos y tabucos, tugurios y chamizos, maquillados como antesala de esa posmodernidad inopinadamente recién llegada. Se multiplicaron salas y locales, pretenciosos o conformistas, en que acampó la libertad sin importar su expresión.

Entre tantos negocios abiertos a impulso de la democracia y del negocio, sobresalió el café La Mandrágora, rehabilitado como centro nocturno para clientes de culto. En su sótano el cantautor de protesta Javier Krahe (1944-2015) coincidió con el bolerista Alberto Pérez (1950) y con un joven originario de Jaén que poco antes había llegado de Londres donde había residido varios años, con ínfulas de poeta que optó por la guitarra, Joaquín Sabina (1949). El poeta Fernando Quiñones había presentado poco antes a Sabina con Krahe en el pub Vihuela. Cada jueves se abarrotaba el local para escuchar sus interpretaciones. Pero la canción sólo fue un recurso de actuaciones cercanas a espectáculos de varietés. Entre los asistentes habituales se encontraban Luis Eduardo Aute, Teresa Cano, Luis Carandell, Fernando García Tola, Juan Luis Cebrián. Pronto ganó fama de espectáculo único y principal en una ciudad en que todos los espectáculos se asumían únicos y principales.

En 1980, los tres grabaron en directo un vinilo titulado precisamente La mandrágora, el mismo año en que apareció Malas compañías, en que ya se aprecia el temperamento singular de Sabina y en que reúne temas que lo definen: “Calle Melancolía” o “Pongamos que hablo de Madrid”.

El café La Mandrágora proporcionó a Sabina la posibilidad de expresar en sus canciones sus vivencias de Madrid. La obligada bohemia etílica, avenidas interminables, calles estrechas, amigos, enamoramientos y desenamoramientos. Madrid exprimió a Sabina que no hubiera podido ser sin aquel Madrid de inicios de los ochenta. Bares desconocidos y pequeños, cafés trajinados y reducidos, operaron como escenarios de una figura a la que Madrid moldeaba a su imagen. Julio Valdeón registra que “a través de su música y letras, Sabina capturó el espíritu de Madrid, reflejando tanto sus aspectos cotidianos como sus matices más profundos”. Con estos mimbres urdió letras urbanas y afectivas en que irrumpe la compasión desde la que reconoce al otro como “Princesa” o “Pacto entre caballeros”.

Luego llegó la detestada fama cuya consecuencia fue la pérdida del anonimato que le permitía deambular sin rumbo ni propósito entre barras de bar, butacas de pub o sillas descuadradas de viejas tascas. Aventuras nocherniegas y noctivagas que le descubrían el fondo de esa ciudad habitada por perdedores, fracasados, soñadores y enamorados. Cronista de Madrid, pero también de la condición del ser humano. La imposibilidad de salir a la calle sin ser reconocido ha recluido a Joaquín Sabina y reorientado sus melodías y letras. La misma ciudad que le invitó a abrazar la libertad lo recluye al privarle de la libertad del anónimo. Unos versos del soneto “Otra vez en Madrid” de Joaquín Sabina quizás resumen esos años inaugurales:

Otra vez en Madrid, de matinada,
desenchufado, lúgubre, beodo,
dueño de mí, quiero decir con nada,
fuera de ti, quiero decir sin todo.

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