Iglesia, gobierno y crimen organizado

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La Iglesia por diversos motivos se ha significado durante este sexenio como una institución involucrada en la paz social. Tras el asesinato de dos jesuitas en la Sierra Tarahumara, convocó a jornadas de oración durante los meses de julio y agosto de 2021 que concluyeron con una marcha por la paz. Periodistas, intelectuales, académicos y políticos de cualquier signo criticaron la injerencia de la jerarquía católica en la vida pública de los mexicanos. La falta de argumentos exhibió un jacobinismo anacrónico con la excusa siempre a mano de la separación Iglesia-Estado. La Iglesia tiene el derecho del que goza cualquier asociación de reivindicar lo que considere por las vías estipuladas legalmente. Los mismos que entonces acusaron a los católicos de inmiscuirse desde su creencia en la pacificación del país, callan hoy ante los pasos que obispos y sacerdotes de Guerrero han dado para traer seguridad a sus diócesis. El silencio desnuda el oportunismo y la falta de criterio de quienes vertieron esas críticas. En Guerrero, hoy, sólo queda la Iglesia para pactar el cese de la violencia. Esa autoridad no procede de que el clero se la arrogue, sino de que los ciudadanos se la han confiado libremente. De esta autoridad carecen periodistas, intelectuales, académicos y políticos porque para los guerrerenses son irrelevantes en la situación presente.

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            La intervención eclesiástica no se debe a un antojo. El gobierno federal ha renunciado a enfrentar a los grupos violentos pretextando una estrategia inoperante. Cualquier gobierno como representante del Estado tiene la obligación de garantizar por encima de todo la seguridad de sus ciudadanos, además de la enseñanza y la salud. Estas son sus prioridades. Todo lo demás es palabrería. La seguridad es el primer deber de todo gobierno y justifica su existencia. Renunciar a esta obligación supone en los hechos liquidar el Estado. El gobierno de López Obrador rehúye el enfrentamiento con el crimen organizado entregando a la población como rehén de la delincuencia. Le llama estrategia a retirar las fuerzas de seguridad ante el avance de los criminales. Andrés Manuel declaró la semana pasada que le parecía bien que la Iglesia pactara la paz con los narcotraficantes. El Presidente de México ha claudicado ante su primer deber renunciando de facto al gobierno de la nación. Entrega el país a los criminales y cede a la Iglesia el cumplimiento de una obligación privativa del Ejecutivo. Ricardo Monreal y Cuauhtémoc Blanco se pronunciaron este martes en contra de la intervención de la Iglesia en Zacatecas y Morelos para procurar un alto el fuego. Sorprende que el gobernador de Morelos que ha sido incapaz de enfrentar la inseguridad y el exgobernador de Zacatecas, la entidad más violenta de México, se opongan a esa alternativa.

            Si dos destacados políticos se niegan a toda mediación a fin de pacificar el territorio, es legítimo sospechar que la violencia es un recurso consentido por las autoridades en perjuicio de la población. En el caso del Presidente, más avisado, su incompetencia quizás se oculte mejor delegando tácitamente su deber inexcusable en la Iglesia. Es probable que la Iglesia fracase en sus negociaciones con el crimen organizado, aunque el pacto alcanzado entre Tlacos y Ardillos en Chilpancingo invita a tímida esperanza. Pero hay que reconocer en la Iglesia un compromiso con la sociedad del que carecen Presidente, gobernadores y autoridades locales. Periodistas, intelectuales, académicos y políticos callan, avergonzados ahora ante la realidad que no es la que construyen con palabras para justificar su insignificancia. La Iglesia apenas ha sido criticada por esta maniobra. ¿Empezarán a reconocer que para muchos mexicanos la Iglesia es en estos momentos la única esperanza? 

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