Hay escritores que optan por mundos ficcionales, aparentemente autónomos, levantados a partir de la verosimilitud, ese simulacro de verdad o su apariencia. Otros prefieren narrar un hecho acontecido, a menudo con significación histórica, para ofrecer una versión sostenida sobre la veracidad de lo ya registrado, en que lo relevante es el poder de la ficción como alternativa a lo comprobable. Siempre más allá de lo ordinario, aunque lo ordinario del más acá anime esos relatos. Pero hay también quien repara en la evidencia de lo inmediato, quien presta atención a lo que se ofrece a la vista y que, sin embargo, se acostumbra a obviar por evidente. Nada se oculta mejor que lo expuesto a la mirada de todos. A excepción de aquello a lo que se tiene libre acceso, nada permanece recóndito. En realidad, ni oculto ni recóndito. En todo caso, inapreciable a ojos ensimismados de la vertiginosa modernidad. Estos escritores se antojan excepcionales, no porque su materia literaria sea excepcional, sino porque se atreven a ver allí donde nadie quiere ver. Georges Bernanos pertenece a esta estirpe.
En la actualidad, el autor no goza del crédito que mereció, no por desprestigio, sino porque sus libros apenas se leen como descrédito último. El silencio sobre una obra significa su cancelación efectiva. Varias circunstancias explican la mudez generalizada en relación con la literatura de Bernanos. Acaso la más decisiva sea su catolicismo. Las sociedades secularizadas arrumban sistemáticamente a autores cristianos, mientras abren sus brazos a exóticas opciones espirituales sin otra justificación que el dudoso prestigio de lo exótico o se adhieren a un ateísmo que requiere al menos la misma fe que la que exige Dios o adoptan un agnosticismo diluido cuya postura intelectual se reduce a la muy intelectual comodidad. En nombre de la tolerancia, ejercen su intolerancia sobre voces que perturban un planificado consenso social que recibe como prejuicio lo que no se somete a ese consenso. El prejuicio incoa la censura que acostumbra a liquidar la libertad apelando a los derechos de una mayoría tiránica.
Georges Bernanos es un escritor católico, pero su escritura no se limita a profesión de fe. En todo caso, es la fe la que le lleva a reparar en el drama de la existencia porque toda existencia es dramática. También la de labriegos dispersos en reducidos villorrios sobre la campiña francesa y también, claro, la del sacerdote que los asiste en la parroquia de Ambricourt, como relata Diario de un cura rural (1936) que inicia de manera elocuente: “Mi parroquia es una parroquia como las demás”. El cura carece de nombre y apellidos. Se le refiere por la rectoría que administra. Nada más trivial. A escala, los debates interiores del presbítero de Ambricourt son los de cualquiera. Bernanos nos dice que la fe siempre es polémica, pero no se limita en exclusiva a la fe, sino que esa fe opera como metáfora de la complejidad de la existencia. Decisivo para el autor, un ingrediente más para cartografiar el drama de una vida a propósito para comprender a todas las que le rodean. Georges Bernanos escribe su novela sobre lo evidente: vidas asombrosas en su experiencia anodina, en que el asombro reside en la familiaridad de lo cotidiano. Cada vida es exclusiva. Cada tragedia personal es intransferible siendo lo más verdadero de cada existencia, aquello que la dota de sentido definitivo. En un mundo rehén de la apariencia como fondo de repuesto, Bernanos emplaza al lector frente a la evidencia, lo cita a la vuelta de la esquina. Una desnudez violenta no porque cometa violencia alguna, sino porque la verdad incomoda incluso aunque se haya desterrado en beneficio de la apariencia como expresión aceptada de ridícula posverdad.