Entre relojes blandos, caracolas y unicornios

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Los artistas verdaderamente artistas despliegan en sus obras obsesiones que acostumbran a concentrarse en un número limitado de motivos. Esa reducción no impide que los significados asociados con esos motivos no se transformen o no adquieran otros nuevos.

A menudo se insertan en un proceso en que sin olvidar la decisión estética que llevo a asumirlos cartografían con precisión la evolución del artista. El gran artista tiene el genio para utilizar los mismos motivos con apariencia de novedad, aunque esa novedad sólo resida en su uso en una obra particular. Si algo caracteriza a Salvador Dalí (1904-1989), es la flexibilidad para adoptar objetos a los que dota de nuevos significados sin prescindir del sentido original que justifica su adopción. El catalán es un caso extraordinario de hombre de su tiempo, implicado en las vanguardias, que superó sin dar un portazo y conservando ese aire de familia.

El surrealismo fue su movimiento preferente hasta convertirse en una figura de referencia por delante del propio André Breton. Su importancia artística es comparable en un sentido a la de Pablo Picasso, aunque sin el carácter revolucionario del malagueño. En Picasso hay una inquietud rastreable en todo su itinerario que le lleva a exhibir mil caras; en Dalí, quizás pueda hablarse de las mil caras del surrealismo incluso cuando lo que pintaba ya no era propiamente surrealismo. Suele decirse que Dalí es mejor dibujante que pintor, lo cual es sólo un tópico sin fundamento, una ocurrencia que no se corresponde con la realidad pero que ha hecho fortuna. Picasso fue un artista que es artista; Dalí, un artista que es un personaje.

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El de Figueras trabajó tanto en su obra como en su personaje, en su apariencia, en su imagen que no era él mismo aunque acabó siendo él mismo. Todo un desarrollo en que desplegó múltiples posibilidades hasta decidir aquellas cualidades que más le convenían como personaje de un artista que quería ante todo ser personaje de ese artista. Fue una máscara, sobre todo una máscara, para no exponerse frente a los otros, para no mostrar su vulnerabilidad, para escamotear su inseguridad y timidez. Se escondía a la vista.

            El personaje de Dalí estaba perfectamente diseñado a su regreso a España, durante el franquismo. Tras una larga estancia en Nueva York, se instaló en Cataluña en medio de una dictadura que le acarreó críticas y redundó en su desprestigio entre viejos colegas y compañeros surrealistas, y con el rompimiento con Breton que no le perdonó su colaboracionismo. Establecido en Figueras, no parece que le importaran mucho las descalificaciones de que era objeto desde sectores culturales e intelectuales. Como en su infancia, se recluyó en la localidad gerundense que en ocasiones abandonaba para viajar a Europa tomando con frecuencia el tren en la estación de Perpiñán a la que calificó de “el ombligo del mundo”.

            El personaje Salvador Dalí también es autor de una obra que no es la misma que la del Dalí artista o, en todo caso, quizás sea su espejismo como los espejismos de tantas de sus pinturas. Posiblemente, la más conocida sea Diario de un genio (1964), publicada en francés y pronto traducida al español. Inicia de manera ilustrativa: “Este libro único, es, así pues, el primer diario escrito por un genio”. Dalí-personaje fue un genio a juicio de Dalí-artista, pero el verdadero Dalí reside en el extraordinario artista que fue al margen de la genialidad de su personaje.

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