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El kínder del horror

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El fenómeno no es nuevo. Durante años, el crimen organizado ha convertido amplias zonas del país en cementerios clandestinos. Pero el hallazgo en el Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, supera todo horror conocido hasta ahora. No solo por el número estimado de víctimas —alrededor de 400—, sino por la brutalidad y perversidad del modus operandi: un centro de exterminio que también servía como campo de entrenamiento para sicarios. Un doble infierno. Las cientos de prendas de vestir encontradas en el lugar evidencian que ahí operaba un centro de exterminio, mientras que el testimonio de los detenidos confirma que era también un espacio de adiestramiento para sicarios, conocido como “el kinder” o “la escuelita”, donde jóvenes eran transformados en máquinas de matar.

Remontémonos a septiembre de 2024, cuando la Guardia Nacional y el Ejército Mexicano realizaron un operativo en ese predio. El saldo oficial fue de diez detenidos, dos personas rescatadas, un cadáver localizado y un arsenal confiscado: rifles de asalto, granadas, chalecos blindados, equipo táctico, vehículos… Todo esto se informó en su momento a través de un escueto comunicado del gobierno federal. Pero lo que no se dijo es lo que resulta verdaderamente espeluznante. Seis meses después, un colectivo de madres buscadoras ingresó al lugar y descubrió lo que las autoridades habían ocultado deliberadamente: cientos de prendas de vestir que evidencian que el sitio no solo era un campo de entrenamiento, sino también un centro de exterminio.

Y aquí es donde surgen las preguntas incómodas, las que golpean como un mazo: ¿por qué las autoridades ocultaron esta realidad? ¿Temieron acaso que el escándalo superara el de Ayotzinapa? ¿Se trató de un cálculo político para evitar el costo de asumir su ineptitud? ¿O peor aún, hay complicidad o colusión de las autoridades en estos crímenes? 

La trama se enturbia aún más cuando, días después, apareció en redes sociales un video de 35 hombres encapuchados, vestidos con ropa táctica y armados con equipo militar, supuestamente miembros del Cártel Jalisco Nueva Generación. En un discurso delirante, niegan que realicen reclutamiento forzoso, atacan a las madres buscadoras y, para colmo, defienden al gobierno. El video es tan burdo y sospechoso que muchos expertos han puesto en duda su autenticidad. ¿Un intento de desviar la atención? ¿Una cortina de humo para sembrar confusión y desinformación? Todo apunta a que sí.

La respuesta del gobierno federal ha sido no solo tibia, sino cínica y manipuladora. La presidenta de la República, rápida para señalar culpables ajenos, no tardó en responsabilizar a las autoridades de Jalisco —gobernadas por Movimiento Ciudadano—. Poco después, el fiscal general de la República hizo lo propio, enlistando una serie de supuestas omisiones y complicidades de la fiscalía local. Pero, al final, en un acto de insultante cinismo, concluyó que “no había pruebas suficientes” para confirmar la existencia de un campo de exterminio. 

¿A quién quieren engañar? Resulta escandaloso que el gobierno federal intente deslindarse de un horror de estas dimensiones cuando la responsabilidad principal es suya. La Guardia Nacional y el Ejército, ambos cuerpos federales, fueron quienes aseguraron el lugar. La Fiscalía General de la República, también federal, era la encargada de investigar los delitos cometidos. Y la mayoría de los crímenes perpetrados en ese lugar son del orden federal: delincuencia organizada, posesión de armas de uso exclusivo del Ejército, desaparición forzada, narcotráfico, tortura y trata de personas.

Resulta indignante que, frente a esta realidad, el gobierno federal haya optado por trasladar la responsabilidad al gobierno estatal. Esta estrategia no solo es una perversidad política, sino que revictimiza a las familias que buscan justicia y traiciona la memoria de las personas desaparecidas. Es una burla para quienes claman por verdad y justicia. 

El nivel de horror de este caso es dantesco, y lo más preocupante es que no es un hecho aislado, sino parte de una ruta de muerte y destrucción que se ha convertido en la norma en nuestro país. 

¿Cuánto más debe soportar México antes de que la indignación colectiva exija un cambio de rumbo? Detener esta barbarie es, literalmente, una cuestión de vida o muerte.

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