El extraño caso de Juan Villoro

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Se incrementa cada vez más el número de autores sin obra conocida a quienes los medios de comunicación atienden como celebridades que poseen una obra conocida. Tener obra no implica reconocimiento, pero en la actualidad basta con firmar algunos títulos para que se asuma en automático que se está frente a un escritor reconocido. La obra es ya sinónimo de reconocimiento. Pero obra u obra reconocida no implica calidad literaria aunque también en la actualidad toda obra es ya obra de calidad. Sucede también que se identifica de manera inmediata al hombre o mujer que es escritor con su profesión, de manera que los juicios y valoraciones se emiten trasladando al escritor las virtudes de la persona.

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Si se trata de una buena persona o eso se dice su obra es buena no porque sea buen escritor sino porque es buena persona. Quienes primero entendieron este reduccionismo absurdo, pero provechoso para sus intereses, fueron los escritores del montón que al ser considerados buenas personas el público asumió rápidamente que la obra era buena. Esta asociación no deja de ser bizarra porque al hablar de un plomero o un jardinero o una dependiente de una tienda de abarrotes que son buenas personas no colegimos de inmediato que son excelentes plomeros, jardineros o dependientes.

            Juan Villoro es un caso extraño pero ilustrativo de esta situación. Pocos autores gozan de mejor fama pero esa fama no procede necesariamente de su obra sino de su persona. El público estima a Villoro y también estima su obra que no ha leído. Por tanto, es posible considerar una obra extraordinaria sin haberla leído no en función de méritos literarios sino de cualidades personales del hombre en que se hospeda el escritor.

En rigor, Villoro es un escritor ligero sin un título decisivo aunque sea decisivo en términos de espacio el montonal de títulos publicados para cualquier biblioteca o pepenador de librerías de segunda mano. Quizás sea un escritor notable a peso y el peso de su obra es lo que se considera buena obra, pero ya es otro criterio. Villoro es afable, jovial, amable, buen conversador. No pierde ocasión de dispensar una entrevista, situarse frente a un micrófono o bajo los focos de un estudio de televisión. Habla de todo con conocimiento y también con desconocimiento. Apoyó a Marichui en la campaña presidencial de 2018, presentándose como defensor de nobles causas indígenas sabiendo que no tenía ninguna opción, pero que, sin desmerecer la sinceridad de su adhesión, redituó al escritor con esa aura de mártir que se inmola en favor de los marginados. No extrañaría que visitara a Marichui y a su comunidad una vez al mes.

            Villoro es autor de una obra anodina cuya cualidad más destacable es su perseverancia en escribir obras anodinas cuyo mérito sobresaliente es la disciplina de sentarse frente al escritorio o abrir la computadora en la sala de espera de un aeropuerto o de una estación de ferrocarril. Pero algo invita a la suspicacia. Se presenta como intelectual del que todo el mundo habla bien. Asunto raro porque las ideas y el compromiso con las ideas genera previsibles animadversiones.

A lo mejor Villoro es un escritor sin ideas o con pocas ideas o ideas inofensivas que no ameritan compromiso o merecen ese compromiso de carácter universal que incluye a todo el mundo, incluso a los excluidos. Un volatín más, a la hora de formar parte de tribunales de premios literarios, sus amigos suelen ganar el galardón a pesar de la opinión de la mayoría de los integrantes del jurado. Quizás sea indebido pensar en un club de favores mutuos. Juan Villoro es autor de una buena obra aunque todavía no se le conozca ninguna a causa de que es buena persona.    

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