Julien Benda en La traición de los intelectuales (1927) exhibe a los hombres de ideas que en el periodo de entreguerras renunciaron a su neutralidad política militando en todo tipo de ideologías. Para el francés, esa elección exigía abdicar de la razón para descalificar y perseguir todo pensamiento que no fuera el propio. El panfleto fue recibido como libelo contra la exaltación del nacionalismo o la justificación de la lucha de clases. En el prefacio a la edición de 1946, registra el autor: “Hace veinte años que apareció la obra que hoy reedito, y la tesis que sostenía entonces —a saber, que los hombres cuya función es defender valores eternos y desinteresados como la justicia y la razón, y a los que denomino intelectuales, han traicionado esa función en pro de intereses prácticos— me sigue pareciendo, como a tantas otras personas que me piden esta reimpresión, no haber perdido nada de su veracidad, más bien al contrario”. Los años comprendidos entre 1918 y 1939, entre el final de la primera guerra mundial y el inicio de la segunda, precedido del episodio significativo de la guerra civil española (1936-1939), ofreció un abanico de posibilidades a la hora de abrazar un compromiso político. Lauro de Bosis, René Crevel, Antoine de Saint-Exupéry, Klaus Mann, Stephen Spender o W. H. Auden habían crecido a la sombra de Jünger, T. E. Laurence, Marinetti, Kipling, D’Annunzio, intelectuales que habían adoptado la aventura como directriz de vida. Jóvenes idealistas en busca de la utopía, temerarios a riesgo de perder la vida siempre en un lance que reportara la gloria, obraron como modelos para la siguiente generación que no había peleado en la gran guerra y que sucumbió al belicismo de las ideas sin considerar sus consecuencias.
Fascismo y comunismo, nazismo y marxismo, acapararon su atención. Seducidos por el heroísmo de la hora al revivir el espíritu del escritor guerrero, la vieja sociedad de las armas y las letras, se empeñaron en hacerse con una vida inimitable. Los totalitarismos en ascenso en la década de los veinte les dieron la oportunidad de enrolarse en sus prietas filas para prestar sus servicios por medio de la escritura y la propaganda. A priori, no existía espacio más idóneo para probar sus convicciones y sus acciones. El tiempo finalmente muestra la contradicción en que vivieron: evadidos de la realidad, se erigieron en portavoces de una Europa aparentemente liberada de la servidumbre de la historia y entregada a la construcción de la utopía. En realidad, fueron cómplices de una siniestra “poetización” del orden político que concluyó con la conflagración mundial. La guerra civil española fue atrio de experimentación para estos “estetas armados”, como lo fue para las ideologías en pugna en ese momento. Los idearios no eran heraldos de un mundo mejor, sino sellos del apocalipsis.
Estos intelectuales sucumbieron al confundir ideología con ideal. Murieron en una cuneta con un tiro en la nuca, en una acción bélica o se suicidaron ante el insoportable dolor causado. Maurizio Serra en El esteta armado. Escritores guerreros en la Europa de los años treinta (2015) pinta un fresco de amplias dimensiones de estos escritores reactivos a una coherencia ideológica entre ellos, pero cuya adhesión estuvo motivada por un deseo de emanciparse de los padres, la atracción del abismo y la tentación de lo absoluto. Afirma Serra que “los estetas armados son un movimiento recurrente entre cuantos han dado forma a la fisonomía espiritual de nuestro tiempo”. Sigue vigente la tesis de Benda. La renuncia a la justicia y la razón desplaza al intelectual a un espacio desconocido cuyo riesgo inminente es el extravío definitivo