La literatura comprometida en sentido estricto apenas merece consideración en la actualidad, aunque la mayoría de reconocimientos los recibe la literatura comprometida. No se publicita como una escritura previamente determinada por un ideario aunque el resultado final es una obra determinada previamente por un ideario. Pero no se acatará la evidencia, sino que se ocultará alegando la libertad del autor para proponer una obra que no se distingue de otras obras que se publican en ese momento apegadas al mismo ideario. La propaganda hace el resto al delatar la hipocresía del mercado para seducir al lector presentando una cosa que en realidad es otra. El compromiso causa recelos pero el compromiso está plenamente vigente. Al francés Paul Claudel (1868-1955) no le causó problemas adscribir su escritura al catolicismo militante. Aceptó su escritura como una contribución a la defensa de la fe. Siendo adolescente, nada predecía esa orientación intelectual. Un hecho significativo trastocó radicalmente sus expectativas. Antecedido de la lectura a modo de Arthur Rimbaud, se convierte al catolicismo en la catedral de Notre-Dame al asistir a los oficios de la Navidad de 1886. Recuerda en sus memorias: “fue en ese instante cuando se produjo en acontecimiento que domina toda mi vida. Mi corazón fue tocado y creí”. Al terminar la licenciatura ingresa en el cuerpo diplomático francés, siendo destinado a diferentes Legaciones. Alterna su actividad profesional con la escritura literaria: teatro, poesía y ensayo son géneros preferentes.
Claudel no es escritor de cafés y bulevares, cabarés y candilejas. Su interés se ocupa de aldeas y campos, recordatorio de su infancia en Villeneuve-sur-Fère-en-Tardenois, en la Champagne. Su conversión la traslada a sus personajes, siempre repentina y súbita. Para el autor, el realismo católico no se detiene en lo individual, sino que se despliega a lo económico y social. Estos intereses los presenta en un género original, mezcla de drama y poesía. Adopta el versículo influido por la Biblia y Dante, consecuencia de su fatiga ante la métrica regular y su interés en la oralidad. Aparentemente los temas de sus obras son diversos, pero casi siempre se reducen a la redención mediante el sacrificio personal. Para Claudel, el mal no es obstáculo para salvar el alma, puesto que el bien encerrado en el mal mismo contribuye a la salvación. El sacrificio ocupa el centro de la vida ordenado al progreso espiritual cuyo objeto es la santidad. El amor en cualquiera de sus manifestaciones irrumpe como medio necesario para ese fin puesto que exige constantes renuncias personales. Inseparable del sacrificio, la aceptación de la voluntad divina se educa en la obediencia como se aprecia en los dramas Tête d’or (1890), Partage du Midi (1906), L’Otage (1908), Le pain dur (1918), Le Père humilié (1920), Le Soulier de satin (1929).
Paul Claudel no apostó a la ambigüedad. Dedicó su obra no sólo a propagar la fe católica, sino a mostrar su complejidad. Su compromiso intelectual se adhirió desde su conversión a la defensa del catolicismo. No simuló, ni adujo pretextos, ni permitió que sus títulos se promocionaran de otra manera. Su compromiso no influyó en la calidad de una obra poética variada: Cinq grandes odes (1911), Le Chemin de la croix (1911), La Messe là-ba (1919), Cent phrases pour éventails (1942). Al margen de recetas, el compromiso adherido a una verdad se ennoblece, al servicio de un interés se corrompe. Exhibir el compromiso se antoja indicativo de que al menos una verdad sustenta ese compromiso. Fingir que no hay interés cuando ese interés preside el compromiso alerta de que no hay verdad o que la verdad no es prioritaria a condición de favorecer el oportunismo.