Democracia en la mira: la reforma electoral que puede sepultarla

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La presidenta Sheinbaum anunció que enviará al Congreso una iniciativa de reforma electoral. Aunque aún no se conocen los detalles, el contexto invita a la preocupación. No se trata de una alarma infundada. El modelo de cambio político que hoy se pretende consolidar en México tiene similitudes preocupantes con lo ocurrido en otros países donde el régimen democrático fue lentamente reemplazado por sistemas autoritarios, mediante reformas aparentemente bien intencionadas, pero estratégicamente dirigidas a cancelar los derechos y las libertades.

Los casos de Venezuela bajo Hugo Chávez y de Hungría con Viktor Orbán son ilustrativos. En ambos casos, uno de los pasos más significativos para debilitar a la oposición consistió en cancelar el financiamiento público a los partidos políticos y en eliminar -o reducir al mínimo- la representación proporcional en los Congresos. Con ello, no solo se redujo la capacidad operativa y de competencia de los partidos minoritarios, sino que se reconfiguró la representación para favorecer de forma desproporcionada a la fuerza dominante. En lugar de incentivar el debate plural, se instauraron obedientes parlamentos de mayoría artificial.

México corre hoy ese mismo riesgo. De hecho, la representación parlamentaria del oficialismo en el Congreso de la Unión ya es artificial, y deriva no de las urnas, sino de una maquinación legal que les asignó curules que no les correspondían.

Por otro lado, el discurso que ha ensayado la mayoría oficialista durante los últimos años -en voz de figuras como Mario Delgado o el propio López Obrador- ha incluido con frecuencia dos propuestas regresivas: eliminar o reducir sustancialmente el financiamiento público ordinario a los partidos políticos, y suprimir a los legisladores de representación proporcional, conocidos como “plurinominales”. La narrativa es seductora para un sector de la opinión pública: ahorrar recursos y castigar a la “partidocracia”. Pero debajo de esa retórica simplista se esconde una amenaza directa a las bases de cualquier democracia constitucional.

La representación proporcional no es un “lujo”. Es el mecanismo que garantiza que las minorías tengan voz, y que la pluralidad se vea reflejada en el parlamento. Eliminarla implica convertir al Congreso en una cámara de eco, donde sólo se escuche la voz de las mayorías electorales -muchas veces infladas artificialmente por sistemas mayoritarios- y se extinga la deliberación democrática. La historia enseña que los parlamentos sin oposición efectiva se convierten en órganos dóciles e inservibles como contrapesos frente al poder.

Por otra parte, el financiamiento público a los partidos políticos tampoco es una concesión graciosa del Estado, sino una conquista derivada de la experiencia mexicana con el financiamiento ilícito y la intervención de intereses fácticos. Al retirarlo o reducirlo de forma sustancial, se empuja a los partidos a depender de fuentes privadas, abriendo la puerta al dinero del crimen organizado o de poderes económicos que compran voluntades. A los partidos de oposición se les erosiona por la vía del estrangulamiento financiero, en tanto que a los partidos del oficialismo les sobra el dinero -ilícito, pero les sobra-, lo que coloca a la oposición en franca desventaja. El resultado, otra vez, es el debilitamiento estructural del pluralismo.

Si a estos dos elementos sumamos la creciente subordinación de las autoridades electorales al gobierno federal, el panorama se oscurece aún más. La captura progresiva del INE y del Tribunal Electoral no es un proceso abstracto: ya ha comenzado, mediante reformas legales, presiones presupuestales y cambios en la integración de sus órganos internos, y la reforma judicial. El nuevo régimen parece decidido a desmontar el modelo de autonomía que fue arduamente construido durante los últimos treinta años, precisamente como antídoto contra el autoritarismo del pasado, para revivir un régimen de partido hegemónico.

La joven democracia mexicana, nacida del pluralismo de los años noventa y consolidada con la alternancia del año 2000, podría estar enfrentando hoy su momento más crítico. No se trata de una exageración. Las piezas están siendo colocadas con paciencia, y la próxima jugada puede ser la definitiva: una reforma electoral que, bajo la retórica de la eficiencia y la austeridad, deje sin oxígeno a la oposición y sin contrapesos al poder.

Frente a esto, la sociedad mexicana debe reaccionar con seriedad. No se trata de defender privilegios partidistas, se trata de defender los principios mismos de la democracia: el derecho a disentir, la pluralidad de voces, la igualdad de condiciones en la competencia política y la existencia de árbitros imparciales.

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