Declaración de Westminster

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Más vale tarde que nunca aunque más vale pronto que tarde. Lo segundo no sucede nunca
porque nunca vale. Lo primero es lo que vale puesto que resulta inútil contener lo inevitable en
cuanto que lo inevitable siempre llega para evitar el nunca. Buenas conciencias que antes
obraron como malas conciencias pretenden maquillar omisiones y negligencias denunciando el
acoso al que se somete en la actualidad a la libertad de expresión. No es verosímil que una mala
conciencia de pronto se presente como una buena conciencia a no ser que se sienta amenazada
o medie arrepentimiento. Cabe la sospecha en la Declaración de Westminster (pinchar aquí),
firmada por un variopinto contingente de doscientos intelectuales y académicos reunido en
Londres en junio de 2023: Oliver Stone, Slavoj Zizek, Julian Assange, Niall Ferguson, Tim
Robins, Juan Carlos Girauta. No extraña la ausencia de la combativa intelectualidad mexicana
interesada únicamente en su encomienda, excepto si viaja para recibir galardones y
reconocimientos a expensas de llenarse la boca con la palabra libertad allá que acá olvida de
repente.
Tras años de imposición de agresivas ideologías —la woke entre ellas— acosando y
coaccionando a la libertad, después de vidas canceladas y de tragedias silenciosas ante la
indiferencia de la mayoría, ahora un grupo heterogéneo de ciudadanos del mundo levanta la
voz: “queremos alertar sobre la creciente censura internacional que amenaza con erosionar
normas democráticas con siglos de antigüedad”. Se aprecia ingenuidad cuando ya no hay más
que censura, se advierte candor al diagnosticar la crisis de la democracia en crisis desde hace
demasiado. Da la impresión de que personalidades inteligentes no se han querido enterar de
nada hasta ahora o quizás no son inteligentes, probable motivo por el que los muy inteligentes
intelectuales mexicanos no han sido requeridos para estampar su rúbrica garigoleada. Los
autores de la declaración observan un inquietante “Complejo Industrial de la Censura”, que
coordina a gobiernos, redes sociales, universidades, ONG’s con objeto de “vigilar a sus
ciudadanos y amordazarlos”. Señalan especial peligro en los medios digitales donde la
prohibición opera en filtros de visibilidad, etiquetado y manipulación de buscadores, además de
desaparecer del ágora digital opiniones disidentes del pensamiento dominante. Alertan del
riesgo actual: “El ataque a la libertad de expresión no consiste sólo en normas y regulaciones
distorsionadas: es una crisis de la humanidad en sí misma”. La Declaración de Westminster es
apología acalorada del debate y la discusión en nombre del legítimo derecho a la información y
al pensamiento libre para erradicar la autocensura, el miedo y el dogmatismo.
El paisaje abocetado perturba: apariencia de democracia y de libertad que encubre la
desaparición efectiva de democracia y de libertad pretextando respeto y corrección.
Determinados intereses manipulan decisivamente la existencia de los ciudadanos a semejanza
de marionetas movidas por hilos invisibles colgados de manos enigmáticas. Los firmantes
subrayan la dramática coyuntura: “debemos crear una atmósfera de libertad de expresión
partiendo de cero”. Urgencia por volver a empezar porque solo volviendo a empezar se puede
restituir plena libertad. Más vale tarde que nunca, pero se antoja muy tarde, cuando toda acción
parece ya incapaz de disipar la furiosa y despótica tormenta.

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