En conocido museo de Polanco se exhibe hasta el mes de agosto la muestra “Vivir para siempre por un momento”, del inglés Damien Hirst, cuyas obras son consideradas las más caras de la historia y sus exposiciones están entre las más visitadas en cualquier sitio que se presenten. Las piezas, que son una retrospectiva 1986 – 2019 van desde anaqueles de farmacia con medicinas o material quirúrgico en vitrinas hasta cabezas y cuerpos de animales en formol, pasando por trastes de cocina colgados en la pared, composiciones con mariposas o moscas muertas y el afamado cráneo cubierto por más de ocho mil diamantes, cuyo valor supera los cien millones de dólares.
En 1917 Marcel Duchamp presentó un urinario volteado con el nombre “fountain”, el cual fue rechazado para la Exposición de la Sociedad de Artistas Independientes de Nueva York (de cuyo comité organizador él formaba parte). La pieza, uno de los ready mades u objetos encontrados del autor, representó un cisma con implicaciones hasta nuestra fecha en torno a qué debe ser considerado una obra de arte. Contra lo meramente visual (retiniano, él decía) y a favor de la expansión de sentido, Duchamp incorporó lo conceptual en la interpretación de una obra, un cambio intuido desde que los impresionistas dieron importancia a la visión del autor sobre lo representado, pero ahora apelando a una supuesta contemplación activa y participación creativa del espectador; a partir de ahí el artista, dicen algunos, fue “liberado” de la necesidad de desarrollar una técnica o siquiera elaborar una obra, algo sobre lo que grandes maestros como Dalí estaban en desacuerdo.
Pero lo que para Duchamp era una forma de cuestionar la función creadora del artista, irónica pero no menos crítica, se convirtió con el tiempo en una mala y reiterada broma que ha marcado el rumbo de lo que hasta hoy en general es el arte, desprovisto de elaboración o técnica y expuesto a múltiples interpretaciones (tantas como espectadores). Esto para algunos ha sido agradecido como la llegada de una libertad absoluta, para otros es considerado el inicio del fin de los códigos estéticos; pero, mientras autores como Octavio Paz reconocen en Duchamp un artista donde se cruza lo lingüístico y la imagen (“pensar que Duchamp es un vulgar nihilista es una estupidez”) con interesantes pinturas previas y muy bien logradas en una técnica entre cubista y futurista, diversas versiones de desnudos o sus propias concepciones sobre la expresión intelectual del arte, su peculiar fuente sí que abrió la puerta al oportunismo y la trivialización que padecemos hasta nuestros días, donde el objetivo ya sólo es la mera ocurrencia, causar sorpresa o una emoción inmediata, y si es posible hacer escándalo. Los medios convertidos en fines.
Efectivamente, esta “revaloración” del papel del espectador ante la realidad, punto de partida en disciplinas como la física cuántica o las teorías de la recepción, y aunado a las distorsiones que el mercado del arte impone cada vez con mayor destructividad, ha abierto la puerta a oportunistas y degradado el papel del creador quien ya no hace sino sólo elige objetos, los coloca, renombra y se embolsa los frutos de las expectativas de su público, y ha degradado sin duda también la calidad y alcance de las obras en el espectador y sociedad. Pero esto no es algo que interese a quienes hoy se asumen como artistas, ocupados en su cartera, imagen y estrategias de mercadotecnia, pues han encontrado en estas ambigüedades una gran fuente de ingresos.
A la revolución (consciente o no) que implicó la fuente de Duchamp en los años de la primera gran guerra, se fueron adhiriendo con entusiasmo diversas expresiones arbitrarias, fáciles y prontas, desde las de Andy Warhol en la época de los sesenta hasta nuestros días con Jeff Koons o Demian Hirst, y en el camino cientos de imitadores como en México el caso de Gabriel Orozco o el hijo adoptivo de nuestra próxima presidenta, exhibiendo sandeces y dejando que el espectador sea quien decida, como si hubiera algo que pensar ante un balón usado como maceta.
Si el contacto entre subjetividad de artista y su público se ha perdido para dar paso a expresiones donde el espectador se pierde ante cuestiones planas y obras sin concepto, si el público es quien decide puede dejar vacías las salas con estas obras y quitar al mercado la potestad del momento actual en la historia del arte: y no se ve para cuándo, pues en este frenesí informativo actual el público promedio prefiere lo fácil, obras que no le impliquen demasiado pensamiento, si acaso una foto para dejar testimonio en redes sociales y a lo que sigue. Aunque, y es bien cierto, aún existen expresiones de valor, incluso de los mismos artistas hoy encumbrados con las banalidades que les celebra y pide su público y compradores.
Y si, esto es hoy lo que el público pide, reflejo de nuestra actualidad. Antes uno tomaba postura ante las obras y sus planteamientos, a veces hasta la utópica, romántica o enferma militancia: interpreto, estoy de acuerdo o no y hago valer mi opinión. Hoy hasta eso ha cambiado, ya no hay tiempo para entregar la vida a una causa o preferencia: hoy si acaso nos podemos contentar con observar distintas expresiones, como animales muertos en formol, y pasar de largo. Pero siempre será bueno provocar y prolongar, mediante observación directa, emociones o pensamientos, la experiencia estética.
Por Juan Torres Velázquez
@yotencatl