Bufones y enanos

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La risa se vincula con el carnaval, periodo breve y acotado en que se invierte el statu quo de una
sociedad, que proclama rey al mendigo y mendigo al rey; prostituta a la aristócrata y a la
prostituta, aristócrata; obispo al pecador y al pecador, obispo. Por unos días, escasos, la
transgresión adquiere carácter normativo. Las leyes se proscriben y las proscripciones se
legalizan. Todo regado con mucho vino como combustible para impulsar la normalidad de
excesos y abusos. La edad Media constituye la apoteosis del carnaval, etapa regulada por el
temor de Dios a quien se dejaba de temer en esa celebración inmediatamente anterior al inicio
de cenizas y penitencias cuaresmales. Desahogo y liberación momentánea inseparable de las
carnestolendas romanas cuyo recuerdo perdura en la mascarada. Pero lo carnavalesco vivía
también extemporáneo en el bufón, personaje imprescindible en cualquier corte y
acompañante inseparable del señor al que servía. El papel eminentemente satírico del bufón
cuestionaba la solemnidad del poder, se mostraba como contraparte del poder o su rostro
contrario, para subrayar paradójicamente su divinidad ante los súbditos. La broma operaba de
recordatorio de esa sacralización y a la vez de memento mori. Su autoridad residía en decir lo que
se le antojaba sin más consecuencias que la carcajada o sonrisa burlona. A la insolencia se debe
su fama de truhán, bribón y canalla. Acompañaba sus intervenciones con juegos malabares,
acrobacias, pantomimas. Un repertorio que paulatinamente fue configurando su personalidad.
No sorprende que se repare en el juglar como origen del bufón. Su atuendo es singular,
diferenciado del de nobles y cortesanos, ajustado a su temperamento mordaz y socarrón.
Opera como un espejo deformante del poder, el poder mismo también sacralizado pero
libertino. La broma es el recurso para que la risa exhiba lo grotesco en lo solemne, la fatuidad
en lo serio, la vanidad en lo grave.


Su importancia la rescata el arte y la literatura. A partir del Renacimiento, enanos
habían asumido el papel cuya condición era codiciada para representarlo. Diego Velázquez
retrató a bufones y enanos de las cortes de Felipe III y Felipe IV durante el siglo XVII. Los
pintó en numerosas ocasiones: El príncipe Baltasar Carlos con un enano (1631), El bufón Calabacillas
(1638), El bufón Barbarroja (1635-1640), El bufón don Sebastián de Morra (1645). La historia registra
algunos inolvidables. Triboulet, al servicio del monarca francés Francisco I (1404-1547).
Quizás el más reputado sea Jan Lakosta, recibido por Pedro el Grande en su corte de San
Petersburgo en 1721, a quien otorgó el pomposo título “Rey judío de samoyedo”, debido a que
procedía de una familia portuguesa de marranos. En literatura, sobresale el personaje Falstaff
de William Shakespeare, que interviene en los dramas Enrique IV (1597) y Enrique V (1599), y
en la comedia Las alegres comadres de Windsor. Posteriormente Verdi dedicó a Falstaff la ópera
Rigoletto (1851) y Otto Nicolai, con el mismo título shakespeariano, Las alegres comadres de
Windsor (1849).


Acostumbra a resaltarse la deformidad del bufón, como si su anormalidad resumiera su
significado. La apariencia chocante no tenía otro propósito que identificarlo. Lo determinante
es que personificaba un contrapoder, un poder opuesto al poder oficial, tan decisivo como
éste. Su carácter sagrado no era menor, semejante al del rey que lo acogía entre su séquito. La
singularidad del bufón se refugiaba en la broma y la burla, en la facilidad para desnudar la
presunción de su señor, en la destreza para exponer el engreimiento de la nobleza. La risa era
cosa demasiado seria para tomarla a broma.

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