Avatares de Pedro Garfias

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Con Pedro Garfias (1901-1967) sucede lo que acostumbra con ciertos escritores. Su rareza primera termina por contaminar inopinadamente el interés de los investigadores, llegando a fomentar infaltables y bizarras cofradías cuyo objeto es la devoción por ese autor. El investigador recién llegado únicamente adquiere legitimidad a condición de ingresar en esos ámbitos para luego, a su vez, acreditar a conveniencia a los nuevos pupilos de obligado noviciado.

Lo que fue hallazgo, paulatinamente se transforma en espacio conventual que alberga en exclusiva a iniciados y acólitos. El asunto Pedro Garfias no es ajeno a este modus operandi, sino todo lo contrario, alentado además por una dipsomanía que equívocamente se asocia con algo semejante al malditismo. Con estos ingredientes, el andaluz de adopción se transforma en plato codiciado de individuos y grupos a la búsqueda de un pretexto que asegure su notoriedad vicaria. La tesitura encierra una paradoja irresoluble que cuestiona decisivamente esa actitud.

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Siempre abierta, toda obra está destinada al antojo, necesidad o requerimiento de cualquier lector quien la cumplimenta. Confinarla por cualquier motivo, incluso debido a excusas derivadas de algo tan poco disculpable como la investigación o la arbitraria apropiación de la improbable voluntad del autor, desnaturaliza no ya esa obra sino la literatura misma, introduce un elemento contrario y disolvente en la creación que, si bien otorga distintivos y parabienes al académico, la desmerece sin objeciones, transformándola en peldaño de pedigüeño o en mano de mendigo.

El curioso desprevenido se enfrenta cuando visita determinadas bibliotecas con la noticia de que el funcionario detrás del mostrador debe informar a tal o cual profesor de la consulta realizada. La obra, solícita de interesados y lectores, se transforma en opaca red de complicidades, silencios y medias palabras que compromete a bibliotecarios, asistentes, investigadores y profesores, con el propósito de asegurar la inaccesibilidad a dicha obra o, en el mejor de los casos, el pago de peaje obligado en forma de crédito y reconocimiento.

La prevaricación intelectual es moneda corriente. Sucede también con Garfias que se opta por un imaginario pero muy conveniente discreto malditismo en detrimento de su obra que a la vez se adopta como excusa para un rito hermético ignorando su temperamento. En realidad, esta poesía y esta prosa son reactivas a cualquier tentativa por recluirlas, desbordándose por todas partes ajustadas al carácter de su autor. Adueñarse de ella como si fuera encomienda pervierte y malea no ya la propia obra sino el temperamento de su autor. 

No es extraño que los gambusinos de las letras reparen antes en los contornos trágicos de la vida de un escritor que en el sentido de una obra que no necesita referir ese drama para hablar efectivamente de él. La existencia de Garfias fue dramática de muchas maneras, pero no necesariamente su obra que, de cualquier manera, no puede entenderse sin aquella. El poeta habla de su tragedia pero su tragedia no condiciona su expresión literaria o, de otro modo, sin hablar de su tragedia su obra es inseparable de esta.

Por eso también no sólo es un poeta sino un buen poeta. Pero esta observación no impide subrayar que en ocasiones Garfias fue notario de lo inmediato, sin desmerecer su impulso poético, sin renunciar al sentido de la palabra por encima incluso de los mismos acontecimientos que documenta literariamente. También entonces la poesía se sobrepone al dramatismo sin abdicar del drama. En Garfias hay intimidad entre el hombre y la palabra, como si la poesía inseparable del hombre fuera lo más verdadero de este y acaso lo único verdadero. Su relación con la palabra poética es semejante al cortejo amoroso. Independientemente de las circunstancias personales, la poesía es ese lugar al que regresar, una familiaridad, una querencia.

El vocablo “querencia” aparece en esta poesía. El término indica un regreso instintivo, casi animal, al lugar donde el hombre se ha criado, pero también significa el querer bien del hombre bueno. La poesía para Garfias fue estrictamente una querencia. El poeta errante levanta su casa en todas partes a condición de construirla con palabras. Quizás por eso su constante peregrinaje esconda una explicación más allá de lo evidente, aquella que reside en que no requería de una morada al uso para habitar en una morada más auténtica e inexpugnable, encomienda clausurada, secreta a los ojos de los demás, definitivamente suya.  

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