Aunque se le eche entraña, es injustificable la transgresión cometida por López Obrador en la mañanera del viernes pasado, al traspasar el último y definitivo límite moral que le faltaba. Ocurrida en octubre de 2004, la muerte de Carlos Márquez Padilla ahora revivida por su viuda, María Amparo Casar, y sus hijos exhibe la catadura moral del espectro de Palacio Nacional. Nuestros mayores siempre nos enseñaron que hay que dejar tranquilos a los muertos. La lección no la aprendió Andrés Manuel.
De las honras funerarias nació la cultura cuando todavía no había surgido el mito. Las piedras de los monumentos mortuorios recuerdan que, antes incluso de que existieran palabras o de que hubiera lenguaje, los muertos habitaban con la tribu. Rudas piedras acomodadas con un esmero que desmiente su tosquedad testifican el dolor del que permanecía ante la desaparición irrevocable de los seres queridos. Dolor que deviene canto en que luego irrumpe la poesía. El filósofo Gabriel Albiac registra que “si alguna grandeza habita en el mamífero hablante es la de saberse sólo un átomo en la memoriosa cadena de sus muertos. La de saber que sólo en la reverencia hacia aquellos que no están, puede honrarse un hombre a sí mismo”. Andrés Manuel se deshonró, deshonrando a la vez la investidura presidencial. Profanar a los muertos es también cometer violencia contra los vivos en que perduran. Supone violar a muertos y vivos. Al muerto que ya murió y que por eso no puede defenderse y al vivo en que permanece el recuerdo de aquél y que tampoco puede defenderse puesto que la condena procede de la investidura presidencial.
Profana Andrés Manuel la muerte y la vida arrogándose un atributo divino que muestra la consideración que tiene de sí mismo.
Las denuncias vertidas en contra de María Amparo Casar con el pretexto de la muerte de su esposo revelan el respeto que le merecen vida y muerte, vivos y muertos, los vivos de ese muerto. No sorprende que México sea un enorme cementerio al que a diario se suman nuevos inquilinos ante la indiferencia presidencial. A su muerte, López Obrador exigirá solemnes exequias para permanecer en la memoria de sus vivos, pero no tiene reparo en manipular esa memoria para exhibir a una viuda y a sus hijos. Para Andrés Manuel, los mexicanos no somos iguales en la vida, pero tampoco en la muerte. Ese desprecio hacia todo lo que no sea él se apareció el viernes en forma de odio. El odio es el peor sentimiento que puede albergar el ser humano porque ciega completamente y no mide consecuencias. Se antoja que Casar no calculó el resentimiento generado en el presidente hacia su persona, en el odio creciente e intolerable del que se sacudió cuando encontró un pretexto, a pesar de que ese pretexto necesitaba la profanación de un sepulcro y vidas asociadas con ese sepulcro. Pero el resentimiento no exculpa la infamia del presidente, ni siquiera la mitiga, tan sólo la desnuda con toda su brutalidad.
¿Se atrevió a tanto para que le retiren a la politóloga la pensión de PEMEX que le corresponde por ley? Me temo que sí, porque de otro modo no hubiera podido formular la acusación de corrupción muy conveniente en estos momentos electorales. ¿Pero es corrupción si María Amparo Casar recibe en justicia lo que le corresponde de la petrolera?
Me temo que no, en atención a las declaraciones de la académica. López Obrador no deja en paz ni a vivos ni a muertos mientras no sean sus vivos y sus muertos. Ha desterrado finalmente el último vestigio que restaba de cultura predicando un humanismo que se baña con sangre todos los días mientras no sea suya o de los suyos.