En los últimos años, México ha transitado de una política tributaria de cumplimiento voluntario hacia una de control y sospecha permanente. Las reformas al Código Fiscal de la Federación que ese están cocinando en estos días y que han dado pie a lo que algunos llaman el “código fiscal espía”, profundizan una tendencia peligrosa: la normalización del acoso fiscal, donde la presunción de culpa sustituye al principio de buena fe y el Estado se convierte en vigilante omnipresente de la vida económica de sus ciudadanos.
Bajo el argumento de combatir la evasión y a las “factureras”, el gobierno federal ha tejido un entramado normativo que le otorga al Servicio de Administración Tributaria (SAT) facultades de vigilancia masiva. El nuevo artículo 30-B impone a las plataformas digitales la obligación de permitir el acceso en línea y en tiempo real a la información fiscal de sus usuarios.
En la práctica, esto significa que el Estado puede husmear en operaciones comerciales, compras, gastos, preferencias y hasta en la geolocalización de millones de contribuyentes.
La Cámara de Diputados intentó suavizar el lenguaje, limitando el acceso a “información fiscal”, pero el monitoreo continuo sigue siendo una intromisión desmedida, sin garantías efectivas de proporcionalidad en la actuación de la autoridad ni de protección de datos personales, porque ya no contamos con el INAI.
La organización “Artículo 19” ya ha advertido sobre el avance de esta cultura de espionaje administrativo que erosiona libertades civiles bajo mecanismos decontrol.
Pero el acoso no se limita al ámbito de la privacidad: también sofoca la operación cotidiana de las empresas. El bloqueo discrecional de sellos digitales -bajo el artículo 49 Bis- puede paralizar la emisión de comprobantes fiscales por un error humano o un retraso administrativo. En la práctica, eso equivale a decretar la “muerte operativa” de un negocio sin que medie resolución firme. La ampliación decausales para denegar certificados digitales (CFDI), las presunciones automáticas de operaciones y la suspensión del RFC por inactividad, completan el cuadro: el contribuyente queda atrapado entre obligaciones crecientes y presunciones de incumplimiento.
Este endurecimiento burocrático golpea sobre todo a las micro, pequeñas y medianas empresas, que representan más del 70% del empleo formal. Las nuevas obligaciones de retención en plataformas digitales -hasta un 10.5% de la venta- y las trabas para recuperar saldos a favor de IVA agravan la asfixia financiera. En vez de incentivar la formalidad, las reformas promueven la migración hacia la informalidad.
A ello se suma la criminalización. El nuevo artículo 29-A Bis faculta al SAT para calificar un comprobante fiscal como “falso” durante cualquier auditoría. Esta definición discrecional abre la puerta a acusaciones penales sin un debido proceso y una justificación clara. La frontera entre error contable y delito fiscal se desvanece. Con ello, se instala una cultura del miedo: la sospecha -y ya no la buena fe- se vuelve el eje de la relación entre el Estado y el ciudadano.
Paradójicamente, el endurecimiento del aparato recaudador no se acompaña de un combate eficaz a la corrupción estructural. El contrabando de combustible conocido como “huachicol fiscal” sigue en jauja: apenas se ha recuperado el 1% del combustible robado. El fraude asciende a 600 mil millones de pesos, una cantidad nunca antes vista en ningún escándalo de corrupción de que se tenga memoria. Solo para ponerlo en contexto, recordemos que la “Estafa Maestra” de la época de Peña Nieto, implicó 7 mil millones de pesos, y el escándalo de Segalmex, ya con López Obrador, fue de 13 mil millones. Mientras tanto, por lo que toca al contribuyente cumplido, se le acosa, se le entorpece su actividad económica, y se le castiga por errores formales.
El resultado es la desconfianza recíproca. El Estado trata a todos como evasores, y los contribuyentes ven al fisco como enemigo. Es cierto: quien debe impuestos debe pagarlos. Pero no deben pagar justos por pecadores.
La experiencia internacional demuestra que la recaudación sostenible se logra con certeza jurídica, incentivos a la formalidad y simplificación administrativa, no con terror regulatorio. México necesita un SAT fuerte, pero también legítimo; un sistema que recaude sin asfixiar, que vigile sin invadir, y que sancione sin criminalizar.